Los primeros rumores que acabaron con Pueblo Nuevo llegaron después que aparecieron tres cadáveres con letreros en los que se anunciaba que —de no abandonar sus casas en 48 horas— les iban a prender fuego.
Luciano Tolosa fue quien descubrió a las víctimas, junto a un cañaduzal. Quiso gritar, pero el miedo se lo impidió. Bajo el influjo de la ansiedad se bebió hasta el último sorbo de tinto que llevaba en su mochila, miró a todos lados para percatarse de que nadie lo había visto, quiso huir, pero finalmente se decidió por dar parte a las autoridades.
—No los he visto en mi vida—, le dijo al comandante de la policía, que lo miraba con intriga. De hecho, lo consideraba el primer sospechoso, pero todos aquellos que conocían a Luciano, sabían que no tenía ni siquiera los arrestos para sacrificar una gallina cuando iban a preparar un sancocho.
Colocaron los cuerpos en el centro de la plaza. Todos fueron a verlos en romería. Pero no les inquietó que estaban desfigurados, sino los letreros escritos sobre cartulina y con marcadores de color rojo.
“Váyanse antes que corran la misma suerte”. Siete palabras que cambiaron el curso de sus vidas. El temor los embargó. No sabían quiénes eran los autores, pero la amenaza de que llegaran un día, armados hasta los dientes, con vestido camuflado y un brazalete a un costado, comenzó a tomar fuerza en su imaginación.
No se habló de otro tema en la semana siguiente. ¿A dónde ir?, se preguntaban. Pero la amenaza se vio reforzada con el letrero que amaneció pintado en las paredes de la fonda “La Esperanza”, de doña Teresita Linares. “Váyanse antes que corran la misma suerte”, decía.
No hubo quien dejara de atravesar la calle principal para leer de reojo la sentencia.
—Esto va en serio—, les dijo Mario Serrano, el gallero del pueblo, al tiempo que comenzó a empacar sus bártulos y emprendió, esa misma tarde, la huida junto con su familia.
No se despidió de nadie ni dejó pistas de adónde se dirigía. Simplemente se fue.
Los vecinos fueron a ver la casa abandonada. No dejó nada de valor, salvo una vitela de Jesús con sus discípulos en la última cena. Tal vez no se la llevó porque estaba descolorida. Lo demás quedó intacto, y las puertas abiertas.
Un segundo letrero los convenció: “Váyanse antes que corran la misma suerte”. De nuevo el escrito con aerosol, con la diferencia de que lo pintaron en el atrio de la iglesia.
La policía no se dio cuenta quién lo hizo. Nadie supo nada. Y aun cuando el comandante propuso que todos los habitantes desfilaran para escribir en un cuaderno una frase cualquiera, nadie se le midió a esa estrategia rudimentaria para descubrir quién era el autor de las amenazas.
Se fueron el herrero, el boticario, el carnicero, el único albañil, la dueña de la fonda y dos parroquianos más. La peregrinación fue creciendo día a día.
Todos dejaron las puertas de sus casas abiertas, con el convencimiento de que algún día volverían.
Hasta los agentes pidieron traslado a otra estación. Desde la capital atendieron de inmediato su requerimiento. No querían volver, nada los ataba, querían seguir con vida.
Gertrudis García, la partera, jamás abandonó el caserío. Todos admiraron su valentía. “Quiere morirse por amor a su tierra”, comentaban al partir. Se despedían de ella con pesar.
Dos días después, consciente que Pueblo Nuevo era un territorio fantasma, arrojó a la basura dos tarros de aerosol y murmuró con tranquilidad: “No tengo temor de nadie, ni siquiera de mi sombra”. Desde entonces y por espacio de varios meses, llenó muchos cuadernos en un propósito indeclinable por cambiar su letra…