Psicopatologías de país
Opinión

Psicopatologías de país

En medio de pulsos complejos debemos decidir decidir si avanzamos en profundizar la democracia o si seguimos en la indignidad de las corrupciones y las exclusiones

Por:
agosto 11, 2023
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Tenemos un país con una gran cantidad de accidentes y discordias. El ambiente político, tanto el institucional como el cotidiano, sofocan y es comprensible desde el punto de vista histórico que así suceda: Colombia en su conformación guarda una saga repetida de síntomas de desintegración, las guerras del siglo pasado y del antepasado, mutadas, han saltado la cerca y bullen de forma lamentable en pleno siglo XXI arredradas por el armamentismo, la cultura traqueta que encontró nicho en estas tierras y la exclusión que prevalece en campos y ciudades; por eso, aunque nos reivindiquemos vanamente como la democracia más antigua de América, las violencias y los magnicidios rodean las grandes confrontaciones de nuestra formación como nación.

El narcotráfico y la persistencia de las armas se ha enraizado en una cultura política cínica, condimentada en siglos y décadas por argucias clánicas que han cohonestado con empresas criminales de muy diversos tipos dedicadas a expoliar, despojar, someter, generando una victimización que no hemos podido elaborar y transformar; el cinismo de clanes dominantes que han hegemonizado el manejo del Estado y apropiado gran cantidad de recursos de poder, deviene en una sociedad habitada por una mirada muy restringida de la experiencia social, del sentido productivo y de una gran estrechez en relación con la convivencia, mediada por sujetos individualizados y colonizados por la naturalización de una relación malsana entre poder y violencia.

Los intentos de construir un orden democrático contemporáneo que incluya el conjunto de la población colombiana han sido procesos muy dolorosos y difíciles; se ha intentado de todo, acuerdos políticos de muy diverso carácter han sostenido una versión constitucionalista de la democracia, pero el país ha mantenido un orden político constitucional de forma, combinado con una vida llena de contenidos patriarcales, racistas, con la vivencia de exclusiones y violencias de todo tipo. Este hecho a pesar de ser contradictorio es una rama que sostenemos como brújula porque a pesar de las violaciones constantes a los derechos humanos y de los usos mafiosos del orden constitucional, nuestro último pacto social y político que es la constitución de 1991 sigue siendo un proyecto inacabado, pendiente de su concreción.  

Hoy se busca superar un poco más de medio siglo de guerras revolucionarias (las de las guerrillas) y contra revolucionarias (las de los paramilitarismos), pero se sostienen e incluso crecen las violencias del traquetismo y del armamentismo, de los dolores y rabias enquistadas en medio de cientos de conflictos e inequidades, dibujando un nuevo ciclo de confrontaciones. Nos dejamos ver como una sociedad clánica, atravesada ahora por nuevas tribus emergentes, alimentadas por miradas y grupismos dedicados a apropiar lo público, a someter poblaciones y a manipular de forma cínica la opinión pública a partir de sus intereses particulares en los cuales no cabe un sentido de país democrático en el cual sea posible un relacionamiento digno.


Nuestra clase política está imbuida de las malas yerbas sembradas por las violencias y que generación tras generación, trasladan el gen de liderazgos unipersonales y la vocación de patronazgos y cacicazgos


Son muchos los factores que inciden en esta realidad de poderes cínicos; sin embargo resalta la mala educación, la poca inversión en formarnos y la precariedad de nuestros procesos de elaboración cultural, escasamente basados en fiestas y festivales de fin de semana que instrumentalizan nuestras fuentes de identidad popular, sin desarrollar una adecuada comprensión antropológica de nuestras costumbres, arraigos y desarraigos en la relación con el mundo; esta rutina tiene efectos perversos en nuestros acervos de convivencia que siendo muy precaria es vulnerada todos los días. Nuestra clase política, con muy pocas excepciones, está inmersa en ese ambiente moral deplorable, imbuida de las malas yerbas que han sembrado las violencias en estos suelos y que generación tras generación, trasladan el gen de liderazgos unipersonales y la vocación de patronazgos y cacicazgos; ¿así cómo vamos a avanzar?

En este tiempo, en medio de pulsos complejos para decidir si avanzamos en profundizar la democracia o si seguimos en la indignidad de las corrupciones y las exclusiones, afrontamos la necesidad de actuar con un sentido de reflexión para tomar decisiones políticas adecuadas al clamor de un cambio del ambiente tóxico que se nos presenta. Quizás debemos pensar éticamente cómo hemos pensado el país y los vínculos sociales, tenemos la tarea de transformar las prácticas colectivas, ¿cuáles?, se requiere que los partidos repiensen sus realidades y sus proyectos, se necesita que los funcionarios públicos puedan visualizar el tipo de Estado en el que operan y cómo se puede mejorar sus ejecutorias, blindándose de la corrupción; urge que las ciudadanías diversas visualicen en qué país estamos y qué es lo prioritario, apremia que los nuevos liderazgos rompan con la cadena de aprendizajes antisociales de las mafias políticas. La única manera de superar la lógica en la cual lo abrupto de las violencias nos abruma recurrentemente, es rectificando nuestros hábitos y prácticas más encarnadas. Pensémoslo.

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