Durante la última semana varios portales de noticias nos han colmado los ojos comentándonos, con bombos y platillos, que tres muchachos colombianos alcanzaron la calificación perfecta en las pruebas Saber 11 del Icfes. Los protagonistas de la noticia, a quienes aplaudo y saludo a la distancia por su dedicación en el campo académico, son los adolescentes Alejandro Salas, Luis Vargas y Andrea Cárdenas. Ellos, seguramente, son sujetos que merecen todas las felicitaciones del mundo por obtener el puntaje que, por ejemplo, yo no logré obtener; sin embargo, no podemos dejarnos nublar el pensamiento con la información que recibimos, puesto que, en realidad, ese examen no es más que el detonante de la gran tragedia de la educación colombiana, esa misma que afianzada en él hace que la universidad en Colombia sea cada año un poco más inalcanzable para millones de bachilleres de este suelo por el que han corrido tantos litros de sangre a lo largo de nuestra nefasta historia.
Mi problema con las pruebas Saber 11 radica en que entiendo la educación como un acto sociocultural que involucra múltiples factores además de lo que se puede aprender en un aula de clase y, por consiguiente, me resulta profundamente absurdo que una parranda de sinvergüenzas pretenda medir con un mismo examen el desempeño académico de un muchacho de estrato 5 de Bogotá y a uno de una comunidad rural del Vichada. ¿Cómo alguien puede creer que tiene las mismas posibilidades un alumno que vive en el Poblado en Medellín que otro que vive en una veredita en la que ni siquiera hay acueducto en el Cauca? ¿No les parece absurdo que se mida con el mismo racero a una adolescente del distrito de Aguablanca, a la que le mataron al papá y cuya madre es empleada de servicio doméstico, y a una muchachita que vive en Bocagrande y tiene incluso a un chofer que la lleva hasta el colegio en un Mercedes Benz? Casi todos sabemos que la brecha social en Colombia es enorme, pero pocos dimensionan que la diferencia en términos de calidad educativa entre unos y otros colegios del país es inconmensurable.
Conozco el caso de muchos jóvenes a los que, lamentablemente, el resultado de las pruebas Saber los condicionó con tal severidad para poder soñar con el ingreso a la educación superior que, años más tarde, no les quedó otra opción que andar por las calles vendiendo chicles o pensar seriamente en involucrarse con alguna banda criminal para ganarse la vida con un cuchillo o una pistola entre las manos. Las pruebas Saber 11 durante décadas han sido la herramienta más útil que ha tenido este país para hacer del sistema de educación superior un escenario perversamente excluyente y mezquino. Por supuesto, la culpa no solamente recae en el examen que tanto les interesa a millones de mis paisanos, pues la escasa inversión en educación pública a lo largo y ancho de Colombia es el germen del problemita que hace que, por ejemplo, muchos colombianos que estén leyendo esto vayan a decir frases miserables como: “Eso es mentira. El que es pobre es pobre porque quiere”. Pero así nos tienen: idiotas, ciegos, hipócritas.
En lugar de gastar millones y millones en las pruebas Saber 11, Colombia debería inyectar todo ese dinero en mejorar la infraestructura de las instituciones educativas y las condiciones laborales de los docentes para que, algún día, dejemos de ser la nación de bueyes que sigue sin reparo a deidades asquerosas como Uribe o Petro, pensando que alguno de esos amantes de la inagotable teta pública van a venir algún día a cambiarle la vida a los habitantes de esta tierra en la que para una muchacha es más rentable ser prostituta que médico y donde para el adolescente es más fructífero ser narcotraficante que profesor.