Desde que tenía ocho años me exigían aprender a sumar, multiplicar, dividir, restar. Me exigían hacer muchas cosas que no me interesaban en lo absoluto. Me imponían con tonos de voz altos que debía de aprender ese tipo de cosas, porque de lo contrario me ganaba regaños como: “¡No serás nadie en la vida!”, “¡Ganarás un salario mínimo!”, “¡Vas a estar condenado a al fracaso!”. Traté de entender ese tipo de educación que impone hasta el color de las medias, pero nunca lo comprendí. No me creo el cuento de que los jóvenes pagan el servicio militar cuando cumplen dieciocho, no, lo pagan por no llevar bien embetunados los zapatos al colegio. Y así hay colegios, así era el mío: impositor de leyes de cuartel militar. Ese tipo de educación nunca me fue interesante, pero la llevaba porque mi padre y toda mi familia se habían graduado del mismo colegio. No podía ser de ninguna manera la oveja negra de la familia, pero sí tenía que ser la oveja triste.
Recuerdo los ríos de lágrimas en mis mejillas por pensar que de nada servía estudiar, pues la nota del siguiente examen en matemáticas sería la misma: 1,8 y como máximo 2,9. Nunca me llamaron la atención las matemáticas, desde que la profesora en el grado tercero me alzaba la voz cada vez que cometía un error.
Recuerdo que me aprendí todos los nombres de los ríos de Colombia y algunos otros para la clase de geografía: Amazonas, Sena, Nilo, Magdalena, el Cauca, etc… ¡Todos! ¡Absolutamente todos! Pero nunca recuerdo al profesor hablar sobre la importancia del agua. ¡Una barbaridad! Con los mapas pasaba lo mismo: dibujar hasta la media noche el croquis de Colombia, de América y de Antioquia; dibujar hasta que me quedaba dormido, dibujar hasta que se me esfumó la niñez entre pedazos de crayolas. Yo quería jugar con tierra, hablarle a los perros, bautizar a las matas… de inmediato llamaron a mi casa a decir que yo estaba loco y merecía estar con un psicólogo. Nunca un profesor nos llevó a conocer la verdadera geografía que había en la montaña que desde la ventana veía. ¡Algo ilógico!
Esa era la educación que recibía. Una educación en donde no era feliz. ¡Nos robaban el tiempo! Pero además del tiempo –bien importante en el desarrollo de un pequeño que quería jugar– también era atracada la imaginación, las ideas de un niño que veía muy diferente su país a como lo veía su profesor. Días enteros pasaba sentado en un pupitre, desde las 6:30 a.m. hasta las 6:30 p.m. –en el intermedio de este tiempo tenía una hora para almorzar. Como si no fueran poco las 42 horas semanales que pasaba en el colegio, en la casa tenía que seguir haciendo trabajos que me gastaban cinco horas de más y a veces todo el fin de semana. De veinticuatro horas derrochaba catorce haciendo cosas que no me hacían feliz y siete tratando de imaginar en los sueños lo que la realidad me robaba: la libertad de conocer y descubrir el mundo.
La noche llegaba, también llegaba mi papá de trabajar y solo le podía dar el saludo, porque tenía que dibujar croquis, mapas, banderas, sumas, restas; resolver fórmulas químicas y muchas otras cosas más que me robaban todo, hasta la sonrisa.
Después llegó la tal prueba Saber. Un examen que hacen en Colombia cada año presentado por más de seiscientos mil estudiantes, de los cuales solo el uno por ciento obtienen una beca “con todo pago” –como una promoción de un viaje– en una universidad privada o pública –. Casi todos se van para las privadas– porque en las públicas, “supuestamente”, solo estudian mechudos, guerrilleros, mariguaneros, vagos, autores de atentados en centros comerciales –como el Andino–, tira piedras y demás como yo. A los medios se les ha olvidado –en la mayoría de las veces–, reconocer que en las públicas se hacen trabajos de investigación con las garras de las uñas –por la falta de recursos–, no por falta de talento, porque sobra, porque hay mucho, muchísimo.
Por fuera del alabado programa “Ser pilo paga” se quedarán este año como el anterior, y el anterior seiscientos mil jóvenes que soñaban con ser de todo: desde abogados, pasando por médicos, ingenieros, arquitectos, odontólogos, psiquiatras, periodistas y demás. Lamentablemente la plata del tío ebrio que cotizó en la educación de sus sobrinos, con cada uno de los tragos que se tomaba cada ocho días, ha sido robada o canjeada por mermelada. Así como en un primer momento me quedé yo, por no lograr entender desde tercero de primaria las matemáticas, que intentaron entrar a mi vida de una manera violenta, más violenta que la guerra que veía en televisión, por una profesora de nombre Gladis, altos tacones, con un vocabulario de la enfermedad venérea para arriba, y una regla de madera en la mano derecha.
Todos no somos buenos para todo. Eso lo aprendí de mi abuela. Unos son mejores en matemáticas, otros en música, otros pintando, otros escribiendo, en fin, en este mundo hay para hacer de todo sin tener que sufrir tanto. Si usted no ocupa uno de esos anhelados diez mil cupos de “Ser pilo paga” no se desespere, ni piense en quitarse la vida, ni tampoco piense que va a vender Vive 100 en un semáforo –como lo pensaba yo en su momento–, mucho menos vaya a creer que usted es lo peor que ha parido este país, –porque los peores han sido Santos, Uribe y Pastrana– como se lo harán creer muchos profesores después de conocer los resultados.
Usted es otra víctima más de un sistema de educación que está mal estructurado, en donde solo un pequeño porcentaje de la población tiene derecho a la educación superior de calidad: somos aproximadamente seiscientos cincuenta mil los que estudiamos en las públicas y cuarenta mil de “Ser Pilo Paga”… a ambos son destinados la misma cantidad de recursos. ¡Ahí está el problema! ¡No hay derecho! Vaya y busque en una pública –si es el caso– y estudie lo que usted siempre soñaba desde que era pequeño y sea feliz. Ah, se me olvidaba… ¡cuando tenga cédula no bote el voto, ni lo regale por un tamal!