Resulta curioso que siempre que se pretenda adelantar alguna reforma que beneficie a los trabajadores, los representantes de los grandes grupos económicos, tanto los que tienen en el Congreso como en sus organizaciones gremiales, salgan con una misericordiosa preocupación por los colombianos que han caído en el desempleo o la informalidad.
Ante tales iniciativas, estos señores manifiestan su extrañeza al no ver que a través de ellas se les ofrezca alguna solución a dichos informales y desempleados, pues quienes las presentan solo se preocupan por la casta de privilegiados que disfrutan de un empleo, sin percatarse, además, de que le están agregando mayores dificultades a su competitividad y obstáculos a la inversión.
Cualquier persona medianamente entendida sabe que el objetivo de un código laboral no es generar empleo ni reducir la informalidad, como tampoco promover la competitividad o la inversión.
Su único propósito es el de regular la relación entre patronos y trabajadores, procurando que estos no sucumban ante la posición dominante de aquellos. Si realmente quisieran ayudar a paliar la suerte de estos ocasionales defendidos, al igual que promover su competitividad y la inversión, la alternativa sería reducir sus ansias de ganancia y abrir sus nóminas a algunos trabajadores más, al tiempo que contribuyen con la gestación y desarrollo de medidas macroeconómicas orientadas a tales fines.
Lo cierto es que a estos señores no los preocupa nada de lo que dicen. La verdadera razón de su oposición radica en que la reforma busca, entre otras cosas, devolverles a los trabajadores los derechos de que ellos mismos los han despojado, como cuando redujeron parte de la remuneración que percibían por concepto de recargos nocturnos y horas extras, o como cuando cercenaron los derechos de los aprendices del SENA al establecer que sus prácticas empresariales no constituían un contrato de trabajo, y por tanto no daban lugar al disfrute de un salario mínimo y de prestaciones sociales.
Pese a tal oposición, el Gobierno y su bancada lograron sortear satisfactoriamente el primer debate del proyecto, pero a costa de dolorosas conciliaciones -que, entre otras cosas, nada tienen que ver con mayor empleo ni menor informalidad-, pero sin las cuales hubiera resultado imposible morigerar las amenazas de rechazo provenientes de las bancadas presuntamente aliadas al Gobierno.
Lo peor es que esas conciliaciones, como lo hemos visto en el caso de otras reformas, se hacen más inconvenientes en la medida en que se va pasando a debates más avanzados. ¿Qué tanto y cuán dañinas pueden llegar a ser para los trabajadores? Ellos mismos y sus organizaciones políticas y sociales tienen la respuesta. En tal respuesta está la prueba ácida.