La cita era en el Parque Portugal. Casi no lo conozco. La imagen que tenía de Carlos Vargas era de un gordito encantador capaz de derretir un iceberg con su intensa calidez. No, ya no pesa los 105 kilos que pesaba en el 2010. Ahora está como siempre quiso estar. No fue una operación como se rumoreó. Fue sólo buena voluntad. La entrevista se interrumpe varias veces, salir con Carlos Vargas a la calle es exponerse a que todos lo quieran saludar, tocar. Y Carlos tiene un abrazo para todo aquel que se lo pida. Ya nadie lo insulta, ya nada lo amilana, siempre ha sido un valiente.
A los seis años supo que le gustaban los niños. Atormentado, al oír todas esas cosas horribles que tenían que padecer después de muertos los pederastas en el infierno, el pequeño Carlos se encerraba en el cuarto al arrullo de una veladora y le pedía perdón a Dios de rodillas. Lo normal, le decía su padre, el suboficial más antiguo y condecorado del Ejército, era que los niños se enamorasen de las niñas. Desesperado, decidió ser sacerdote. Entregarle la vida a Dios le libraría de la tortura de su destino.
Pero no pudo. La trashumancia de su padre, quien a principios de los años ochenta trabajaba en la inspección del Ejército y era el encargado de vigilar los batallones en todo el país, le enseñó que, sin importar su condición, su precoz amaneramiento, Carlos había nacido con el don de hacer amigos donde quisiera. Así lo comprobó en el Putumayo, Manizales, Chiquinquirá, Bogotá y ya en la adolescencia en Cartago, la tierra donde nació, el único lugar en donde el niño nómada se sentía como en casa. La abuela era la que le daba esa sensación de bienestar. Ella lo consentía, le decía mi cucarroncito lindo porque era pequeño, gordito y moreno y fue la primera en reírse de sus salidas intempestivas, del chascarrillo siempre a flor de piel.
Para evitar el matoneo que despertaba su amaneramiento, Carlos se convirtió en el colegio en el más cansón, en el que ponía apodos, en el valiente que, aprovechando la ausencia del profesor, se levantaba encima del pupitre a bailar cualquier merengue de Wilfrido Vargas. Ya era la alegría personificada. En el colegio realizó las primeras imitaciones, se enfrentó por primera vez al público y descubrió el apoyo incondicional que representaría para él Doña Aída Moreno, su madre. Entonces soñaba con ser cantante.
Poco antes de que su padre pidiera la baja en el Ejército, la periodista Gloria Congote del noticiero 24 horas le hizo una entrevista. Al pequeño hijo del héroe de la patria le preguntó si seguiría la carrera militar una vez terminara el colegio. Carlos, sin pensarlo, respondió que no, que él sería cantante. Durante años, su padre tuvo un trato frío, se empezó a volver dictatorial. Lo obligaba a jugar fútbol, a salir con niñas, las rutinas de un niño normal. Sin llegar a odiarlo, el joven se sintió más apegado a su madre. Ella fue su máxima influencia, de allí salió el desparpajo, la agudeza, la gracia para despreciar, en broma, un menage a trois planteado al aire por Patrick Delmas, o decirle papacito a Juan Pablo Raba mientras peligrosamente trata de robarle un beso. De Aida Carlos aprendió a tener las agallas para afrontar su homosexualismo en un país que no termina de aceptar las diferencias.
Ocultó su condición sexual ante el viejo militar hasta que cumplió 18 años. Una mañana discutió con su hermana, quien conocía el secreto. Ella, en medio de la histeria, se lo sacó en cara. El militar estaba ahí, le preguntó si era cierto. Carlos lo aceptó. El señor se quedó mirando el vacío y después del silencio le dijo “Si va a ser así, se va de la casa”.
Pero no se fue. Nunca lo ha hecho, así haya comprado un apartamento y su sueldo le permita darle el gusto a su madre de viajar por el mundo. Sigue siendo desordenado y gracioso, aparentemente frívolo, pero en el fondo no renuncia al sueño de ser un periodista como Jaime Bayly, capaz de entrevistar a un presidente o a la tigresa del oriente.
El viejo militar sabe que su hijo es mucho más que una loca hablando de chismes por televisión. Como él, fue un héroe que trazó su camino a pesar de la adversidad. Es por eso que ahora, cada vez que puede, tiende su cama y le cocina el desayuno. A Carlos, las cosas prácticas, nunca se le dieron.
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