Hace poco más de un año fui a Providencia. La isla sorprende por su calma, por la sensación de lejanía que hay allá y por un detalle que no se ve en ningún otro sitio turístico del país: no se veían casi turistas colombianos. La mayoría eran rubios ojiazules y hablaban inglés, alemán, francés o cualquier otro idioma de esos que se oyen por allá en el otro lado del mundo. La gente de la isla me decía que eso es normal. A Providencia llegan más europeos que colombianos.
Y aunque me crucifiquen por decirlo, mejor que sea así. Mientras el turista colombiano no tenga ni la educación ni la cultura viajera que sí hay en otros países mejor que sean los extranjeros quienes se gocen este pequeño paraíso. Providencia es un micro-mundo a casi 800 kilometros de la costa dónde en 17 kilometros cuadrados conviven algo más de 5000 personas. Es frágil en términos ambientales, culturales y económicos. Hay más de un turista colombiano que no entendería eso.
Entre las amenazas que acechan a la isla está la ampliación del aeropuerto que realiza la Aerocivil. El día que puedan llegar aviones directamente desde Bogotá, repletos de turistas, Providencia podría entrar en una crisis. De entrada, la capacidad hotelera podría rebosarse. Ni hablar de los limitados recursos que hay en la isla. Habría sobreexplotación.
Solo hay que visitar cualquier playa de Cartagena un viernes santo o primero de enero para entender el riesgo que corre Providencia. El turista colombiano no sabe hacer silencio. Siempre hay que viajar en grupo o en pareja porque hacerlo solo no es una opción. Para ir a la playa hay que llevar música y cinco latas de cerveza que después del paseo quedan como adornos entre la arena. Es un turismo del consumo. Se gasta plata y se impacta el ambiente local.
El problema aquí no es que los extranjeros disfruten los rincones de nuestro país. Bienvenidos sean todos, de hecho, tenemos mucho que aprender de ellos. Pasa que es triste ver que la gente de afuera valora y respeta nuestro patrimonio mejor que nosotros mismos. Cada colombiano debería hacer el esfuerzo de visitar Providencia al menos una vez en su vida. La isla casi que fuerza al visitante a hacer silencio y estar en contacto consigo mismo. La falta de taxis o buses hace de las caminatas con el mar de fondo sean plan obligado. La regular señal del celular obliga a dejarlo a un lado.
Hoy día es difícil encontrar un sitio donde se respire tanta virginidad en el aire. La contaminación del resto del planeta no ha alcanzado este lugar que busca protegerse de ella. Cada construcción debe respetar la arquitectura raizal de la isla y las edificaciones con más de dos pisos están prohibidas. Providencia nunca sabrá el significado de palabras tan citadinas como “trancón”.
A grandes rasgos, Providencia es una versión más comprimida y pura de San Andrés; los mismos elementos están presentes pero con mayor intensidad. Se nota en su gente, música, gastronomía y cultura. Las islas saben a pie de limón, a helado de maíz, a empanada de crabfish, y también a las carnes sazonadas de pescados, langostas, caracoles, camarones entre otros mariscos.