Treinta años después, tres décadas después, una generación después, todo es olvido.
Anécdotas, narración modelada para el olvido; memoria confusa para la confusión de la historia que es el olvido; alteración de la escena del crimen según los intereses del criminal.
Que, treinta años después, sigue achicharrando en la hoguera del perdón y la barbarie ya no a los cientos del Palacio de Justicia, sino a toda una nación, una sociedad, que impávida ve arder la memoria, el cuerpo acribillado, la civilización, la institucionalidad de una nación; de una sociedad, de su historia.
Cuando la historia de una nación se confunde con la anécdota, con la lógica del dato y el catálogo, esa nación no construye identidad ni racionaliza las dinámicas sociales y políticas que, entrecruzándose, la forjan y le dan una contextura capaz de hacer la travesía permanente, dialéctica, que imponen las leyes sociales, las dinámicas económicas, culturales, humanas.
Y todas y cada una de ellas, en proporción directa a las particularidades de la sociedad que las provoca, de los conflictos de diversas tonalidades en los que se sumerge de continuo y desde los cuales es imperativo que emerjan los imaginarios que den en la construcción ideal de sociedad, de nación.
Nada de eso es consustancial a Colombia en su presente y, quién sabe si tampoco en su pasado si diéramos en averiguarlo, ni se avizora en su horizonte de posibilidades, no obstante la oportunidad de encontrarlo, ese constructo de nación que aún, y pese a la modernidad, sigue siendo aéreo.
Treinta años después del candelazo del Palacio de Justicia en el que ardió la nación formal, el Estado, esas llamas lo siguen consumiendo en los flancos de una institucionalidad debilitada de forma amañada para la permanencia y reproducción de poderes y clases que, en su provecho, lo modelan y ejercen conforme las dinámicas de su interés lo imponen.
Por eso, treinta años ha lo incendiaron y en mitad de la vorágine de aquel candelazo que los colombianos contemplaban entre amedrentados e irredentos, otra vez y después del 9 de abril de 1948, volvían a arder los palacios y centros del poder incendiario que ha carbonizado sin tregua la justicia, la inclusión social y política, las individualidades y voces sin eco que en diferentes épocas se han alzado contra él para contenerlo.
El perdón es la forma más sutil y efectiva de olvido. De olvidar cuanto resulta incómodo y digno de censura y castigo y de quedar bien con todos: víctimas, sociedad, justicia, personas, comunidad internacional, más no con la historia.
Esta vez, igual que tantas en tan poco tiempo, vuelve el perdón a emplearse como el antídoto más indicado contra la memoria de una nación que, en la tragedia de su historia, es temerosa de exigir el castigo más severo, la pena más alta, a los perpetradores de crímenes contra ella.
El presidente Betancur, sus ministros, el Ejército bajo su mando,
son responsable ante la historia y ante la nación
de la tragedia del Palacio de Justicia
Ni aun pidiendo “perdón como Dios manda”, el presidente Betancur, sus ministros, el Ejército bajo su mando como comandante supremo de las Fuerzas Militares, son responsable ante la historia y ante la nación colombiana de la tragedia del Palacio de Justicia y como tales deben ser juzgados y condenados.
Y el de ahora, treinta años después, tres décadas después, una generación después, no viene a ser sino la protocolización del olvido revestido de perdón.
Sí, de perdón y olvido, como el de los paramilitares, el de los falsos positivos, el del genocidio de la UP.
Poeta
@CristoGarciaTap