Una vez realizada la lectura de los últimos acontecimientos vinculados con el inusitado resurgimiento de los movimientos sociales en América Latina que están originando manifestaciones de inconformidad generalizada con relación a los sistemas de gobernanza vigentes; se evidencia que emergen grandes déficit sociales, económicos y ambientales como consecuencia directa de la aplicación del conjunto de medidas neoliberales que han fracturado los elementos fundantes de los Estados Nación en términos del papel que estos deben ejercer sobre el desarrollo económico y el bienestar general de sus gentes.
La esencia del conjunto de medidas implementadas en el ámbito económico en países como Chile, Brasil, Perú, México, Colombia y Paraguay resultantes del programa neoliberal durante los ochenta y noventa; dio lugar a procesos de privatización, desregulación financiera y precarización laboral en toda la región cuya expresión más crítica se dio con la crisis mundial del 2008, pero que sin embargo, encontró abonado el escenario para que numerosos sectores sociales se manifestarán en contra de las medidas abiertamente inequitativas y profundizadoras de la desigualdad, cobrando así mayor fuerza las luchas del sindicalismo por una mejor contratación laboral, las reivindicaciones del campesinado y los indígenas por el acceso a la tierra, el acceso a los servicios básicos y contra el modelo económico extractivista y la creciente exclusión de amplios sectores de la población de los beneficios del desarrollo.
En efecto en el caso particular colombiano, comprender en una perspectiva histórica los efectos del neoliberalismo donde en su debido momento, se aplicaron fuertes políticas contraccionistas a la inversión social, políticas de austeridad en el gasto público y ajustes macroeconómicos de naturaleza fiscal en la estructura de las finanzas del Estado vía mayor endeudamiento externo, nos puede arrojar elementos de análisis para abordar la naturaleza de la actual convulsión social en la que se debate el país.
En este orden de ideas el neoliberalismo es un proyecto económico-político transnacional cuyas manifestaciones concretas y reales se relacionan con una estrategia de acumulación específica común y colonialmente de “desarrollo” fundamentada en que la producción y la reproducción de las relaciones sociales en el capitalismo contemporáneo deben sujetarse al poder y al (libre) juego de las fuerzas de mercado. En nuestro país esta concepción desde el punto de vista de su instrumentación, entra en abierta contradicción con la consolidación de un nuevo modelo económico capaz de reconocer una pluralidad de formas económicas desarrolladas por las comunidades en sus espacios territoriales específicos, lo que por supuesto profundiza las desigualdades y agudiza la confrontación y contradicciones de clase.
Aunque las reformas neoliberales en Colombia se pueden rastrear desde los años ochenta, es después de la reforma constitucional de 1991 que los gobiernos adoptaron medidas de choque. La nueva Constitución, al tiempo que significó la protección de derechos sociales y un mayor protagonismo de la sociedad civil, también garantizaba la ampliación del sector privado en áreas que antes eran de exclusividad del sector público y la enajenación/privatización de empresas estatales.
Este enfoque caracterizó el gobierno de César Gaviria (1990-1994), quien inició el proceso de apertura económica y desligó el Estado de las funciones redistributivas y productivas, concentrando su acción en ofrecer marcos propicios para el despliegue del mercado (liberalización, privatización y desregulación) y en apagar el incendio social a través de la focalización del gasto hacia los sectores de menores ingresos.
Las medidas privatizadoras se orientaron hacia tres sectores estratégicos: sector minero energético, comunicaciones y servicios financieros. En el gobierno de Samper del año 1995, se inició la privatización de la generación de energía, ya en el año 1999, con la firma de un acuerdo entre el Estado colombiano y el Fondo Monetario Internacional (FMI) se protocolizó el programa de privatizaciones, para “vender varias empresas grandes”. En el 2001, durante el gobierno de Andrés Pastrana, se efectuó la venta de Carbones de Colombia (Carbocol); en el primer gobierno de Álvaro Uribe se vendieron la mitad de las acciones de la Empresa Colombiana de Telecomunicaciones (Telecom), Ecogas y la Empresa de Energía de Bogotá (EEB); en el segundo gobierno de Uribe se dio inicio al proceso de privatización de Ecopetrol, vendiendo el 11% de la participación estatal. Durante la presidencia de Juan Manuel Santos terminó el proceso de privatización del sector energético con la privatización de Isagén (empresa estatal de transmisión de energía), en el 2016.
Estas privatizaciones reforzaron la tendencia de extranjerización de la estructura de propiedad de las grandes empresas en el país lo cual, sumado a otras políticas de desregulación y liberalización, ha complejizado la tributación y propiciado la fuga de capitales.
Los gobiernos posteriores a este, incluyendo el actual del presidente Iván Duque, continuaron con la aplicación de la ortodoxia del recetario neoliberal. A groso modo, Duque subraya en las bases de su Plan de Desarrollo, llamado Un pacto por la legalidad, el emprendimiento y la equidad, que el crecimiento económico y la equidad serán el resultado de una mayor participación del sector privado (medidas que agrupa en el emprendimiento) y un Estado eficiente y eficaz producto de la legalidad (para generar confianza inversionista).
Así las cosas la denominada modernización del Estado, desde la óptica de la nueva gerencia pública, propicia el ascenso del neoliberalismo y propugna reestructuraciones en términos técnicos y administrativos, y desde una visión eficientista mediante la reducción de plantas de personal y la supresión o fusión de entidades públicas. Un buen ejemplo de ello fue la reforma administrativa del 2003 impulsada por el presidente Uribe, que fusionó 6 ministerios y suprimió 714 cargos.
En esa misma dirección se encuentra la directiva presidencial #09, de 2018, que busca la reducción del gasto público (fundamentalmente en el Poder Ejecutivo), como lo señalan el informe de la Comisión del gasto y la inversión pública, lo que por supuesto tendría repercusiones directas sobre el crecimiento económico y en las condiciones de la población más vulnerable.
Es importante recordar que el tamaño del gasto público del gobierno nacional central en Colombia se encuentra por debajo del promedio regional y que el empleo público se estima entre un 4 y 5,3% del total de empleos en la economía. Esto último sugiere una burocracia raquítica y un Estado que depende más de trabajadores vinculados por contratos de prestación de servicios y contratación directa que de administradores públicos de carrera. Ante esto, la directiva presidencial impone el recorte en vez de asumir la tarea de mejorar el sistema de carrera administrativa y revisar las reformas de flexibilización que han golpeado al empleo público en Colombia.
Esta reducción del gasto del personal administrativo y técnico de las entidades públicas sucede en paralelo a prácticas clientelares como: contratos de períodos cortos por altos montos con personas cercanas al gobierno, nombramiento de cónsules y embajadores cuyo mérito es hacer parte de la élite política tradicional, adjudicación de contratos directos sin licitación pública a empresarios que son aliados del partido político del presidente (el Centro Democrático).
Por otra parte, acudir a impuestos regresivos es un bastión de las 14 reformas tributarias que desde 1994 se han hecho en el país. En el gobierno de César Gaviria el IVA amplió su base hacia otros servicios y se aumentó la tarifa dos veces (primero a 12% y luego a 14%); posteriormente, en el gobierno de Samper, la tarifa de este impuesto quedó en 16%, Pastrana la amplió hacia otros bienes de consumo, camino que siguieron Santos y Uribe al ensanchar aún más la base gravable que incluyó algunos productos de la canasta familiar. Adicionalmente, estos dos últimos mandatarios apostaron por conceder beneficios tributarios a las grandes empresas (la mayoría de capital extranjero), como exenciones, deducciones y exoneración del pago de aportes parafiscales al Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF).
Recientemente y así el gobierno actual lo niegue, se están impulsando en el Congreso un conjunto de reformas al sistema pensional, laboral y tributario colombiano de índole regresivo que definitivamente violan derechos fundamentales emanados de la Constitución Nacional y que se han convertido en el detonante de la inconformidad social de amplios sectores de la población.
A lo anterior se agregan los continuos asesinatos de líderes sociales y población en estado de indefensión como recientemente ocurrió con 8 menores de edad, durante el despliegue de una operación militar en el Caquetá, que incluyó la renuncia del ministro de Defensa; todo ello evidencia la crisis de legitimidad de un gobierno cuya percepción de imagen está ampliamente deteriorada.
Surge en consecuencia la pregunta obligada: ¿por qué la agitada inconformidad social frente a un modelo económico que ha demostrado su colapso en beneficio de las capas más ricas de la sociedad colombiana y que amplifica y reproduce la pobreza, desigualdad y marginalidad de amplios sectores de la población?
Una primera aproximación de respuesta no simplista se relaciona con una serie de factores entre los que cabe mencionar:
- El creciente empobrecimiento de una clase media (por efecto de una mayor tributación en las rentas de sus ingresos).
- Las quejas frustraciones e indignación de sindicalistas, estudiantes, profesores, indígenas y líderes sociales frente al incumplimiento sistemático (burla) de los pactos y compromisos económicos asumidos por el Estado.
- El rechazo rotundo al continuo y sistemático asesinato de líderes sociales, indígenas y excombatientes de las Farc; el reclutamiento forzado de niños por parte de grupos ilegales.
- La persistencia y prevalencia en el tiempo de los escándalos de corrupción (Reficar, Odebrecht, Hidroituango, Ruta del Sol, entre otros) cuyas investigaciones no hayan a los verdaderos culpables y en general un clima de criminalización en las formas de proceder de los poderes públicos y organismos de control del Estado, lo que ha devenido en una manto de mayor impunidad.