De cara a la inédita e histórica protesta social mayoritariamente pacífica que se viene realizando en el contexto del prolongado paro nacional que vive Colombia desde el 28 de abril como resultado de la crisis social, económica y política acumulada e ignorada durante décadas por gobiernos de turno indolentes y evidenciada por el confinamiento del COVID-19, surgen dos hechos que han suscitado mi atención: el primero visto desde la orilla de la indignación tiene que ver con el brutal arrasamiento por parte del gobierno de principios y derechos fundamentales contemplados en la Constitución Política de Colombia y; el segundo visto desde la orilla de la esperanza tiene que ver con una poderosa ebullición democrática de la sociedad colombiana con epicentro en los jóvenes.
Obsesionado en el uso desproporcionado y violento de la fuerza frente a la protesta mayoritariamente pacífica que lideran los jóvenes y trabajadores del país, el obnubilado régimen ha quebrantado gravemente el Estado social de derecho, lo cual se demuestra, con el desconocimiento y falta de garantías para la participación democrática, la amenaza al pluralismo de opinión y el irrespeto a la dignidad humana. Tan consciente y temeroso está el gobierno de su vil atropello a la esencia constitucional que niega la visita de observación solicitada por la CIDH y ha emprendido una mentirosa campaña publicitaria en redes y medios para manipular la opinión y desinformar a la comunidad internacional sobre la verdad de la violencia estatal desatada en las calles contra los manifestantes. Perversidad pura del régimen.
El gobierno prepotente, arrogante y autista ha desdeñado el cumplimiento de los fines esenciales del Estado: en lugar de servir al país lo ha llevado al descalabro social, económico y político; en lugar de promover la prosperidad general ha aumentado la pobreza, desempleo, hambre, desigualdad y malestar de la población; en lugar de facilitar la participación ha promovido la discriminación y exclusión social; en lugar de garantizar la convivencia pacífica ha obstaculizado el cumplimiento del acuerdo de paz y propiciado el asesinato de líderes sociales, masacres, odio, polarización y desintegración social en toda la nación en contravía del clamor nacional para que cese la violencia y se asegure el obligatorio derecho – deber a vivir en paz en Colombia.
La indolencia, aislamiento y desconexión del régimen con las apremiantes necesidades y demandas del pueblo lo ha llevado a la flagrante violación de los derechos fundamentales asociados a la protesta ciudadana pública y pacífica: el asesinato de decenas de jóvenes por la fuerza pública sepulta la inviolabilidad del derecho a la vida; la desaparición, abuso sexual, tortura, daño a los ojos y actos crueles contra los jóvenes degradan la dignidad humana y socaban la democracia. Resultan igualmente dolorosas las muertes de policías y deplorables los actos vandálicos, los daños a bienes públicos y bloqueos que tantas perturbaciones y molestias generan en las familias colombianas y deslegitiman la protesta social. Duelen por igual la muerte o daño físico de un joven o de un policía. La violencia como medio para resolver las diferencias desde cualquier orilla que venga es absolutamente reprochable. La fuerza de la manifestación ciudadana está en la no violencia. La fortaleza de la protesta está en ser pacífica y multitudinaria, el vandalismo la debilita y degrada. El Estado debe garantizar el uso proporcional de la fuerza durante las manifestaciones y por lo tanto la fuerza pública debe controlar la protesta social sin abusar del uso de la fuerza. Un Estado democrático, justo y respetuoso de los derechos humanos, no asesina a sus jóvenes, no los desaparece, no atropella su dignidad, ni los somete a tratos crueles e inhumanos propios de la barbarie y el despotismo.
La causa del grito y estallido social que se vive en las calles de ciudades y pueblos de toda la geografía nacional hunde sus raíces en el sufrimiento, desesperación e indignación de grandes masas de la población ante la profundización de la crisis pluridimensional visibilizada por la pandemia del coronavirus: 21 millones de pobres que subsisten con menos de $332.000 mensuales y 7.5 millones de colombianos en pobreza extrema que sobreviven con menos de $145.000 al mes; $50 billones al año de dineros públicos que se van por las alcantarillas de la corrupción; Más de 12 millones de personas padecen de hambre, unos 3 millones sufren de hambre crónica, decenas de miles de hogares que apenas tienen para 1 sola comida al día o no tienen para ninguna; 4 millones de desempleados, siendo los jóvenes y mujeres los más afectados; cierre de miles de pequeñas y medianas empresas por el abandono y la indiferencia estatal; Según el Informe de Desarrollo regional de la Universidad de los Andes somos el país más desigual de América Latina con un índice Gini de 0.54. En Colombia el 10% más rico de la población gana 5 veces más que el 40% más pobre y concentra más del 50% del ingreso nacional. Un estudio de la ONG Oxfam dice que en Colombia un millón de hogares campesinos viven en menos espacio del que tiene una vaca para pastar; el 1 % de las fincas de mayor tamaño tienen en su poder el 81 % de la tierra colombiana; los predios de más de 1000 hectáreas dedican 87 % del terreno a ganadería y solo el 13 % agricultura y; 2.300 personas tienen más de la mitad de los 43 millones de hectáreas de tierras aprovechables. Esta es la indignante radiografía del desastre social y la real incubadora de nuestras violencias históricas.
Toda esta vitualla de desigualdades, injusticias, necesidades y carencias sociales, condimentadas con la perversa ausencia de Estado, el amargo aperitivo del confinamiento pandémico y la indigerible sobremesa de más impuestos de la reforma tributaria para el bolsillo de la clase media y pobre, entró en ebullición aumentando la presión del inconformismo ciudadano en la gran olla de la ignominia colombiana y sobrevino el estallido de indignación que hoy tiene las calles de la patria convertidas en ríos de gentes marchando, bailando, cantando y alzando su grito enardecido para exigir justicia social y exorcizar el maleficio de no futuro. La eclosión de la manifestación pública y pacífica es un despertar de la esperanza y del alma democrática de la nación.
El espíritu de la Constitución Política 1991, democrático y garantista, promulgada por el pueblo de Colombia en ejercicio de su poder soberano, durante lustros ha sido ignorado y mancillado de manera deliberada por gobernantes y autoridades corruptas, sordas, ciegas y negligentes ante el sufrimiento social causado por la persistente crisis multidimensional. Treinta años después del nacimiento de nuestra carta magna la promesa expresada en su preámbulo de “asegurar a los colombianos la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo” no ha sido cumplida. La proclama garciamarquiana de que somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad, sigue vigente. La carta habla de inclusión e igualdad y la sociedad real es excluyente y desigual. Una cosa predica la Constitución y otra aplica el régimen en las decisiones que afectan la vida diaria de los colombianos. Pareciera que la profecía macondiana que nos alerta de la condena a una eternidad de no futuro ni oportunidades no pudiese ser conjurada. Pero no, hoy los jóvenes que marchan pacíficamente y resisten con valentía y estoicismo en las calles exigiendo un cambio social real, encarnan una alquimia de esperanza y utopía de que, si es posible romper el embrujo maléfico y avanzar hacia la construcción colectiva de un país próspero y justo, en paz y felicidad como reza la constitución. Solo piden eso, que se cumpla y respete la constitución.
Detrás del big bang social liderado por los jóvenes en las calles a riesgo y sacrificio de sus propias vidas está la crisis de confianza en las instituciones y el resquebrajamiento emocional en los jóvenes, tal como lo demuestra una reciente encuesta realizada por la Universidad del Rosario a 4.4 millones de jóvenes de las principales ciudades capitales del país “para conocer la percepción que tienen con respecto a las marchas que se han presentado en los últimos días en Colombia, sus expectativas, anhelos y frustraciones, así como identificar posibles alternativas que visionan para resolver dichas problemáticas”. La mayoría de los jóvenes desconfían de las instituciones: sólo el 9% confía en la presidencia; el 7% en el congreso; el 9% en los partidos políticos; el 13% en la policía y la mayoría piensan que los actos vandálicos y destrozos en las marchas son causados por fuerza pública encubierta. El diagnóstico de las emociones en los jóvenes es descorazonador: los sentimientos predominantes son la tristeza, indignación, miedo, frustración, desesperanza; los jóvenes colombianos han perdido la alegría y esperanza en el porvenir porque no cesan las masacres y asesinatos de líderes sociales, por la falta de educación, la pobreza, la corrupción y la desigualdad. Por esa razón han arriesgado su pellejo, entregado sus ojos y ofrendado su vida ante el altar del heroísmo para exigir al gobierno que dialogue, que escuche, que atienda y de solución a las peticiones y demandas del pueblo, tal como lo establece la Constitución. Por esa razón la gran mayoría de los jóvenes apoyan el paro y creen en el poder del voto democrático como posibilidad hacia el futuro de transformar y solucionar los graves problemas del país. Ahí está la luz de esperanza.
Mas allá de las conquistas del paro nacional, como hundir las reformas tributarias y de salud, la matrícula cero, la renuncia de ministros indolentes y sacudir los cimientos de la idiotez y resignación social, el pueblo de Colombia debería aprovechar este despertar, efervescencia y calor ciudadano que se expresa en las calles de la patria, para hacer un viraje profundo en el rumbo de la nación, usando el poder del voto en las futuras elecciones democráticas para elegir con determinación y creatividad, gobernantes preparados, transparentes, sensibles y generosos que permitan avanzar hacia la sociedad incluyente y justa que dicta la Constitución y que los jóvenes reclaman. No hay salidas mágicas, pero, si todos los líderes y sectores democráticos y progresistas del país se unen, organizan, comprometen y actúan con persistencia en el tiempo, lograremos que el país real se parezca cada vez más al país soñado en la Constitución. La protesta social habrá valido la pena si logramos como sociedad toda el estricto acatamiento al Estado social de derecho con prevalencia en los niños y jóvenes, y avanzar hacia la construcción colectiva de una Colombia afortunada, con acceso a oportunidades y herramientas para una vida digna como todo ser humano lo merece, y en donde la confianza, alegría y esperanza en el porvenir vuelvan a florecer en el corazón de los jóvenes colombianos.
Jóvenes de Colombia, gracias, su gesta pacífica y heroica en las calles nos contagia de renovada esperanza para acompañarlos y juntos avanzar en la construcción de un nuevo y único país, donde todos los colombianos alcancen de manera real y efectiva la equidad de derechos y oportunidades ante la ley y ante la vida.