Si hay algo que me atormenta más que cualquier otra cosa, más que los taxistas de afán sin fin; más que el olor de los cigarrillos de canela o el cafuche inmundo y pepudo que algunos fuman por ahí; y aún más que la idea de morir asfixiado, quemado o ahogado, es la idea que muchos de mis talentosos amigos han optado por seguir. Una cosa es querer irse de Cali a estudiar a otra parte del país o del mundo para así adquirir conocimientos que aquí parcamente podrían obtener. Listo, eso está bien. Puede que las universidades caleñas estén limitadas a unos pénsum específicos y destinen la mayor parte del dinero, esfuerzos y personal a estos pocos programas académicos; o puede ser que el nivel que algunos programas no sea el suficiente para la ambición o los estándares de algunos y tengan que irse a Milán, Inglaterra o bien sea Bogotá para buscar una mejor educación y por ende un mejor futuro. Si tan solo fuera tan fácil, si tan solo una buena educación asegurara un buen trabajo o un buen salario. Bueno pero eso es harina de otro costal. Lo que me concierne y ofusca desde hace ya varios años es la excusa que varios tienen de largarse de Cali porque dicen que aquí no hay oportunidades. Pero mi pregunta es la siguiente: ¿cómo va a haberlas si inmediatamente salen fresquitos de la universidad, con tantas ideas nuevas, futuros negocios, tantas ganas y empuje, se largan para Bogotá o Medellín? Valiente ayuda la que le dan a su ciudad si se van a buscar empleo o a crearlo en otro lado. Es un círculo vicioso del que parece no hay escapatoria.
Cada vez que veo a alguno de los que parecen estar triunfando en Bogotá, que se regocijan con los frutos de su labor y que tantos rolos insípidos les aplauden y vitorean, volver a Cali, de inmediato su sonrisa se convierte en una mueca de disgusto, tedio y asco. Claro, mientras están allá, pueden recordar con melancolía las tardes caleñas de cielos rosados y brisita marina, los bichofué y las chicharras, el porrito y la cervecita a las cuatro de la tarde tendido en un parque sin helarse el culo; pueden acordarse y añorar volver a vivir el río Pance o la arepita con chocolate de La Cabaña llegando al 18, el cholado o la bendita lulada que ya me sabe a “m”; pero una vez están aquí se les sale el rolito pedante y apenas ven que “no pasa nada en Cali”, añoran con volver a encuevarse a su páramo triste de clima indescifrable, arroparse bajo su plumón, dormir y soñar con que al otro día haga un poquitico de sol. Así no se puede, así no vamos a llegar a ningún Pereira porque además de ir en una renoleta, vamos en reversa y sin espejos. Tampoco estoy afirmando lo contrario y no creo que Cali sea el epicentro colombiano de la cultura y el empleo, para nada. Es difícil conseguir trabajo, no lo dudo y más aún como artista, fotógrafo, escritor o cualquier arte plástica o lo que sea que eso signifique. Bien difícil y el pago es pésimo. Pero el que busca, encuentra; el que persevera, alcanza. Pero no tratan, ni lo intentan. De una salen volando hacia la capital que les abre dichosa las puertas, sedienta de talento y poco a poco los va convirtiendo en uno más de ellos.
Ojalá sepamos controlar esta elipsis y veamos que desde aquí también se puede producir, que si nuestro sueño es ver que Cali crezca y triunfe y tenga la gloria que algún día tuvo, la mejor alternativa no es arrancarse las raíces y despegar para otro lado. Hay que pulirse desde los cimientos, hay que conocer las deficiencias para enriquecerlas y hay que creer en el potencial de una ciudad que a pesar de todo lo que se le han robado, se resiste a hundirse y se proyecta hacia un mejor mañana. “En Cali están pasando cosas buenas” dice el eslogan de esos comerciales que muestran la nueva infraestructura de las Megaobras que a fuerza tocó sacarles a los caleños, y es verdad, ahora procuremos mantenerlas y proyectarlas. Todas esas “cosas” —por ambiguas que sean— son frutos de la gente que cree en y trabaja para y desde su ciudad. Creamos en Cali, crezcamos junto a ella y así podremos sentirnos orgullosos de ella otra vez. Algún día, algún día.