Prohíbo decir mi nombre (2019) es el sugerente y enfático título de la última novela del escritor manizaleño, Jaime Echeverri, quien nuevamente sorprende a sus lectores con un tema actual y polémico: el poder político ilimitado. Echeverrí aprovecha su habilidad como cuentista para cifrar en numerosos fragmentos los diferentes recuerdos que, cual un balance de vida, enuncia su personaje. Cuarenta años de gobierno en un país del que solo se sabe que es latinoamericano y 89 de vida se despliegan en las páginas de esta novela, para configurar un universo ficcional por el que transitan protagonistas de nuestra sociedad como la corrupción, el conflicto armado y la intolerancia, entre otros muchos asuntos. Pero como buena novela política, a más de dar cuenta de una serie de hechos que no por conocidos dejan de sorprender al lector, también, como lo hace la literatura utópica, nos ofrece un panorama del futuro en que el Putin será asesinado y numerosos puestos de trabajo, como las enfermeras, serán reemplazados por robots.
Prohíbo decir mi nombre es un título que además de generar expectativas en el lector acerca de quién ordena de tal manera, también reclama una explicación acerca de por qué tal medida perentoria. La primera curiosidad se resuelve cuando reconocemos en el narrador al personaje mismo, quien, desde una cama de un hospital a la que se halla confinado, su cuerpo sin movimiento y su voz silenciada, dialoga consigo mismo acerca de su vida familiar y política, como hijo y como gobernante de un país, respectivamente. Conversación, cabe anotar, continua por su persistencia, pero no por seguir un orden temporal cronológico, pues la historia se desarrolla en un en un ir y venir permanente del pasado al presente y de este hacia aquel, para conformar una estructura fragmentaria en la que se asocia de manera libre un tema con otro, su vida íntima con la pública, sus aventuras amorosas con los contubernios políticos, sus finanzas personales con las arcas estatales y, en fin, sus acciones y sus pensamientos, sus deseos y frustraciones, sus deseos de vivir pese a la enfermedad que lo aqueja en el momento. Así, desde la composición misma Echeverri demuestra cómo los límites entre lo propio y lo ajeno se diluyen y transgreden cuando se tiene poder.
El título condensa también de manera magistral uno de los rasgos más significativos de la obra: ese personaje, quien nunca se nombra a sí mismo ni enuncia algún tipo de apelativo con el que se le pueda reconocer en el mundo ficcional o en el del lector, es enfático al afirmar “ yo soy el que nadie nombra” (p.18) y reitera, una y otra vez, que su nombre no puede ser invocado al momento de señalar un culpable de tantas muertes y masacres o de denunciar el cerebro detrás de incontables componendas políticas, económicas y por supuesto, jurídicas que han proliferado durante su gobierno; que nunca debe identificársele como el autor intelectual de los asesinatos de sus opositores y aliados, (que como bien señala por ser tales no dejan de representar una amenaza); que de ninguna manera debe ser vinculado con acciones que pongan en riesgo, no su honor, sino su poder como gobernante único de su país durante cuatro décadas. Y, sin embargo, prontamente el lector lo identifica, no con un gesto ostensivo que sin duda alguna señale inequívocamente a alguien (¿o si?), pero, he ahí lo paradójico del título, sí con aquellos con quienes comparte no solo esa prohibición sino muchos otros rasgos; aquellos que también como él piensan que son los salvadores de un país; aquellos para quienes el fin justifica todos los medios, aquellos que se apoderan del poder para no soltarlo más, aquellos, en fin, que la historia reconoce y califica como tiranos.
Si del título pasamos a los epígrafes de la novela, nos encontramos con que se convocan a este espacio de transición hacia la novela misma y de transacción con el lector que ocupa todo paratexto, autores tan diversos como Platón, Shakespeare y Antonio Nariño. No con el propósito, hoy tan común en nuestro medio, de obtener cierta garantía de recepción y prestigio por interpuesta persona, pues Echeverri, valga la digresión, no necesita de aval externo alguno; sus lectores, conocedores de su destreza narrativa, de su visión aguda y de su contundencia crítica, no necesitamos falsas seducciones. Los tres epígrafes, por el contrario, tienen una clara función semántica toda vez que trazan la ruta temática de la novela. Así, estos tres autores se convocan para anunciar de quien se hablará, de un tirano; para precisar las diferentes perspectivas desde las cuales se le definirá, la filosofía política, la literatura y la Historia, para informarnos acerca de los tópicos que se desarrollarán y explorarán ampliamente en la novela: mientras el fragmento filosófico se ocupa de relacionar una a una las acciones y artimañas de las que se sirve un tirano en su camino al poder; el literario presenta su postura ética frente a la culpa y la compasión y el histórico cifra en una imagen su relación con quienes no comparten su visión del mundo.
Como lo comprobará el lector, estos tres asuntos se desarrollan ampliamente en la novela y, lo más importante, se resignifican de tal modo que no solo confirman la relevancia y pertinencia de las voces de quienes, desde la filosofía, la literatura y la lucha política reflexionaron siglos antes sobre el mismo asunto, también se amplia su espectro semántico. Valga como ejemplo las diversas formas que adquiere la acción engañosa señalada por Platón muchos siglos atrás como el rasgo más sobresaliente del tirano. Echeverri nos muestra que el engaño se presenta bajo muy diferentes ropajes: la mentira para ocultar la corrupción, la alabanza fácil con la que se exalta al seguidor, la exageración de los peligros económicos que acechan a la sociedad, la inexactitud acerca de las cifras de los muertos en batalla contra los enemigos de la patria, en las masacres de los paramilitares, la hipocresía de quien se oculta tras la mano armada y, por supuesto, las promesas incumplidas de paz y prosperidad.
Estos son algunos de los recursos de Echeverri para configurar el gobernante de un país latinoamericano cualquiera, cuyas características muy particulares lo hacen inconfundible, pero no único. Más allá de que se llame Adolfo, Ióseb, Leonidas o Augusto; que se apellide Hitler, Stalin, Trujillo o Pinochet, que sea europeo o latinoamericano, del siglo XX o del presente, lo que se destaca con esta anomia (aparente quizá para unos, cierta para otros) en la novela de Echeverri es precisamente cómo desde tiempos inmemoriales han existido y existen y persisten un tipo de hombres cuya naturaleza abusiva, por decir lo menos, trasciende fronteras espaciales, barreras temporales y diferencias raciales e ideológicas.