El exceso de democracia es perjudicial para la nación: prohíbase el expendio de tarjetones a voluntades maleables poco críticas y pobremente informadas.
La democracia quizá no sea la mejor forma de gobierno, sino la menos peor. Y si cada uno de los individuos que en su conjunto constituyen el “pueblo” no pueden ejercer de manera consciente, autónoma y libre la responsabilidad que les ha sido otorgada; la democracia es entonces una dictadura disfrazada.
Es por ello, que aunque Colombia se ufane de ser una de las democracias de más larga tradición en Sudamérica, la verdad es que esa ininterrumpida “voluntad popular” no es más que una de las peores dictaduras: esa que se agazapa bajo el voto de miles que no cuentan con la cultura política, la educación y en general, las condiciones mínimas que les permitan tomar una decisión informada y responsable. De hecho, nuestra "democracia" no tiene nada que envidiarle en materia de víctimas y violaciones a los derechos humanos a las dictaduras de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. Somos una sociedad de formas y no de fondo, por eso no percibimos el problema cuando recibimos nuestros muertos a cuenta gotas y creemos que nuestro Estado fallido es una democracia sólo porque muchos arrastrados por el miedo y la desinformación, marcan y depositan dogmáticamente un voto en una urna, legitimando a los verdugos que los condenan una y otra vez al mismo destino.
Hoy, una vez conocidos los resultados del plebiscito el lado oscuro de la democracia ha dado otro golpe de autoridad. No por la derrota del “SÍ” que fue la opción que elegí, sino porque muchos quienes votaron “NO”, lejos de tomar una decisión basados en un ejercicio de información responsable, fueron presos del miedo infundado de ver a Colombia convertida en una dictadura Castrochavista con Timochenko a la cabeza. Algo que resulta absurdo considerando todo el entramado económico, político y social de Colombia; representado en los grandes poderes que se mueven en la invisibilidad de lo cotidiano y que nos pintan ese paisaje gris que siembra en nuestra mente un sentimiento de fatalidad colectiva que nos impide creer en un país diferente.
La campaña del “NO” que condenaba el hecho de que un acuerdo de 300 páginas no estuviera disponible con suficiente antelación para que los colombianos pudiéramos leerlo y debatirlo, fue la que más se beneficio con esta queja; pues a partir de la desinformación se pudieron construir las mentiras que tanto atrajeron a la mayoría de los votantes del “NO”. Igual, un país que lee menos de un libro al año, jamás se hubiera tomado la molestia de siquiera ojear el acuerdo así lo tuviera en sus manos un año antes. Inexorablemente lo hubiera cubierto el polvo de la ignorancia.
El “NO” que venció en el plebiscito tiene una lectura más profunda que simplemente entender que la mitad mas uno de los colombianos no están de acuerdo con un proceso de paz que no comprenden. Evidencia que aún no estamos preparados para perdonar, porque muchos no tenemos todavía nada que perdonar. Somos bastantes los que seguimos de espectadores de una guerra que no toca nuestra puerta. Quizá el día en que todos paguemos una cuota de sufrimiento, cuando el otrora rico sentado al lado del siempre pobre contemplen mutuamente la miseria que les rodea, tendremos la empatía suficiente para caminar hacia un mismo propósito.
Lo más triste del desenlace de esta elección, es que nuestro más reciente ex presidente sigue demostrando una y otra vez que no puede caerse una hoja de un árbol en Colombia sin su bendición. Que su poder trasciende más allá de lo que constitucionalmente le es permitido.
Mientras escribía esta nota tuve que presenciar el triste espectáculo en el cual este hombre hizo esperar a un país entero por sus palabras en su fortaleza de Rionegro, Antioquia. Donde antes de emitir palabra alguna, convocó de manera autoritaria e imponente a cada uno de los miembros de su inamovible séquito; esos a quienes a cambio de una lealtad inquebrantable, les dio una silla en el Congreso para que multiplicaran su voz y su voto sin cuestionar absolutamente nada. Luego, con ese aire del que se siente vencedor, tendió su mano, esa mano generosa que solo sabe tender desde la cima victoriosa donde puede ver con toda prepotencia que su visto bueno es una condición sine qua non habrá paz y que para ello, más que su opinión, se requiere del espacio y el protagonismo que su ego le demanda. Incluir su voz en un sistema democrático no sería problema alguno, de no ser porque no hay nada más antidemocrático que depender de la voluntad de un hombre que más que representar a un sector importante del país, es ese sector quien sin musitar ni cuestionar nada, piensa lo que él piensa y repite lo que él dice.
Habrá entonces que alzar la cabeza y tragarse el verdadero sapo del proceso de paz, que es aceptar con resignación el caudillismo más deleznable personificado en la figura de este hombre y negociar con su voluntad, que es y será la voluntad de los millones que le siguen. Ese es el verdadero obstáculo para para empezar a construir la paz que en el fondo todos anhelamos.
@igo885