Luego del fracaso estrepitoso del neoliberalismo privatizador que surgió en los 90 y del y autoritarismo continuista representado por los gobiernos populistas de Alberto Fujimori en Perú, Hugo Chávez en Venezuela y Álvaro Uribe en Colombia, la América hispanófona ve nacer una nueva corriente política que busca ser alternativa para superar graves problemas que hunden al continente en la corrupción, el atraso y la desigualdad; esa nueva alternativa ha sido llamada “progresista” y está representada por López Obrador en México, Gustavo Francisco Petro en Colombia, Verónica Mendoza en Perú y Gabriel Boric en Chile.
La diferencia del progresismo con el populismo y con el neoliberalismo se puede ilustrar recurriendo a la vieja parábola del pescador, en donde el populismo busca darle el pescado a la gente para que no pesque, el neoliberalismo piensa secarle el río para luego venderle el alimento, y el progresismo lo que pretende es ponerle a disposición la canoa y el anzuelo para que puedan atrapar los peces por sí. Así, mientras el modelo populista de Fujimori repartía mercados barrios pobres, el de Uribe repartía subsidios con programas como “familias en acción” y el chavista creaba sus CLAPS, el progresismo, por el contrario, promete un cambio total en el modelo educativo y en modelo de salud como presupuestos necesarios para que la población pueda trabajar y así en vez de pedirle dinero al Estado, con su trabajo puedan aportar al desarrollo de la sociedad.
Los progresistas repiten en plaza pública la frase bíblica “te ganarás el pan con el sudor de su frente” y explican cómo eso no es posible sin una educación para los jóvenes financiada por la sociedad a través de los impuestos que recauda el Estado, sin un modelo de salud eficiente para el trabajador y sin tierra para que el campesino produzca alimentos.
Para lograr sus cambios, los progresistas se convierten en contradictores de los populistas debido a que no proponen soluciones cortoplacistas, sino que buscan transformaciones en las estructuras que han generado pobreza. Ese cambio ya no lo buscan en la dicotomía “izquierda versus derecha” o “socialismo versus capitalismo” sino entre “progreso versus atraso”, “igualdad de oportunidades versus continuismo”, “transparencia versus corrupción”, “cambio climático versus extractivismo”, “pluralismo versus pensamiento único” y “gobierno de la vida versus políticas de la muerte”.
Para argumentar su discurso los progresistas no recurren a teóricos como Marx —como lo hacían los viejos socialistas—, menos a Friedman y Von Hayek —como los neoliberales—, ni tampoco a los discursos gaseosos del populismo. Más bien suelen citar a teóricos contemporáneos de la economía como el profesor francés Thomas Piketty, autor de textos como El capital del siglo XXI, y los profesores estadounidenses Daron Acemoglu y James Robinson, autores de obras como Por qué fracasan los países. En esos teóricos fundamentan dos tesis que desde México hasta Chile promueven: necesidad de generar igualdad de oportunidades y necesidad de que el estado genere instituciones que privilegien el desarrollo en vez de la corrupción.
Por ello, mientras los populistas buscan dar subsidios a las personas de la tercera edad, los progresistas buscan transformar los sistemas pensionales para que los adultos mayores puedan acceder a una jubilación digna; mientras los populistas buscan bajar impuestos, los progresistas buscan reformar el sistema tributario para que los que ganan más paguen más, los que ganan menos paguen menos y no haya exenciones, pues entienden el papel de los impuestos como vehículo para generar igualdad y para no depender de las regalías de las materias primas, como desafortunadamente lo ha hecho Venezuela en los últimos 20 años y como lo prometen los populistas: un modelo facilista de obtener recursos a partir del extractivismo, aunque eso a largo plazo destruya el sistema productivo y sumerja en la pobreza a los pueblos. Igualmente, mientras los modelos populistas como el fujimorista o el uribista ven en la salud un negocio, el progresismo se plantea terminar con la intermediación privada, aunque sin pretender privatizar clínicas u hospitales.
Finalmente, el progresismo también se diferencia del neoliberalismo y del populismo en cuanto al público en el cual tiene mayor aceptación su discurso; el neoliberalismo es fuerte entre sectores empresariales interesados en incrementar su capital aún a costa del incremento en los niveles de pobreza de sus coterráneos. Por otra parte, el populismo ejerce un manto de demagogia entre los más necesitados debido a que en sus discursos los estructuran a partir de la pirámide de Maslow, tocando esos instintos primarios de sus destinatarios con aspectos como la necesidad inmediata de comer o protección ante la “inseguridad”. En cuanto al progresismo, su base social es principalmente la población con formación universitaria y/o un buen bagaje cultural, quienes independientemente de su posición socioeconómica se identifican con causas como la lucha contra el cambio climático, la búsqueda de una seguridad social universal, la necesidad de cohesionar a la sociedad a partir de la igualdad de oportunidades en vez del uso de la fuerza bruta, y en quienes entienden que la paz se construye en medio de la diferencia y de la inclusión
