El todavía reciente movimiento universitario muestra unos resultados curiosos y paradójicos por decir lo menos. En efecto, hasta donde cabe decir, el profesorado respectivo está de plácemes a causa del reciente incremento salarial: 4,5%. No han faltado las emotividades y felicitaciones por tal motivo, como si de una gran conquista se tratase. El correo electrónico institucional abunda en mensajes diversos remitidos sobre este asunto por parte de muchos profesores. No obstante, conviene mirar esto con cautela y aplicar aquello de “ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Cabe temer que estemos ante un parto de montes y que lo único que estemos viendo sea un raquítico ratón.
En concreto, sin mucho aspaviento, cual labor de minado y contraminado perpetrada por zapadores, las autoridades universitarias, genuflexas y obsecuentes frente a los dictados neoliberales, han echado a andar, de manera inconsulta, “sus” nuevos “lineamientos” para la elaboración del programa de trabajo académico por parte del profesorado. En rigor, se trata de “lineamientos” que han emasculado, mucho más que antes, los diversos tiempos para la realización satisfactoria, así sea en forma mínima de los diversos quehaceres académicos. Botón demuestra que si tres o cuatro años atrás se podía contar con una “generosa” dedicación de tiempo de una hora por semestre y por estudiante para la calificación de exámenes y trabajos, hoy día el tiempo correspondiente es mucho menor. De similar manera, son ridículos los tiempos “autorizados”, por lo precarios y bajos, para la revisión, en calidad de jurados evaluadores, de tesis de posgrado y libros considerados para publicación en algún sello editorial, al igual que los permitidos para la labor, importante si se lleva a cabo con seriedad y compromiso, de representación profesoral. Y así por el estilo.
En suma, estamos ante un panorama distópico por cuanto, de esta forma, las administraciones universitarias públicas, cuyo magín es inope como el que más al haber perdido de vista que toda actividad académica tiene sus tiempos y ritmos propios, persiguen subsidiar las universidades a expensas del trabajo fantasma del profesorado, esto es, la forma del trabajo llevada a cabo en tiempo extralaboral. Como decía con fina ironía años atrás un amigo mío, el profesor Gildardo Lotero Orozco: “Los sábados y los domingos se inventaron para preparar clases y calificar exámenes”. Sin duda, una declaración que compendia bien la esclavitud inherente a la labor docente como tal. Al fin y al cabo, el pedagogo (un vocablo afín con demagogo) era, en la antigua Grecia, el esclavo que conducía a los niños patricios a la escuela. Y, por lo visto, no ha cambiado mucho la situación en relación con aquellos lejanos días. El profesorado prosigue inmerso en formas de trabajo esclavo. Más bien, se trata de un pobresorado.
Para colmo, no parece que el profesorado universitario se haya percatado del incremento del trabajo fantasma perpetrado merced a la modificación descarada, cicatera y cínica de los “lineamientos” para la elaboración de los programas de trabajo académico, por lo que, por así decirlo, se ha tragado de golpe sedal, plomada y anzuelo. En otras palabras, poco o nada se ha ganado con el flamante aumento salarial del 4,5% habida cuenta de que, a punta del aumento del trabajo fantasma, el profesorado perderá más de lo “conquistado”. Y, peor aún, lo que no haya perdido gracias al incremento del trabajo fantasma, lo perderá en breve merced a las nuevas “reformas” tributarias, salvo, claro está, por la élite profesoral que devenga sueldazos gracias al siempre cuestionado puntímetro.
Por ende, estamos ante un movimiento universitario que ha logrado unas victorias pírricas. Sencillamente, no hay mucho para celebrar a estas alturas. Ha faltado una verdadera visión estratégica y táctica al respecto al haber perdido de vista la silenciosa labor de minado y contraminado perpetrada por las administraciones universitarias, máxime cuando éstas hacen gala de una absoluta falta de sentido común, bien descrita por Paul Tabori en el capítulo V de su célebre libro, Historia de la estupidez humana: “Dice un proverbio turco: “Si Alá te da autoridad, también te dará la inteligencia necesaria para que sepas mandar”. Como muchos proverbios, éste es al mismo tiempo peligroso y falso. Por lo que se refiere a la burocracia, la adquisición de autoridad muy frecuentemente determina la pérdida de la inteligencia, la atrofia de la mente y un estado crónico de estupidez. Nadie negará que los funcionarios gubernamentales son seres humanos. Y no cabe duda de que la mayoría son excelentes esposos, padres afectuosos y buenos ciudadanos. Pero, sea cual fuere la edad del sujeto, o el país en que desempeñan sus funciones, tan pronto se apoderan de un escritorio y de un mueble para archivo de papeles le ocurre algo misterioso y terrible. La letra reemplaza al espíritu, el precedente anula a la iniciativa, y la norma se sobrepone a la piedad y a la comprensión. Hay muchas excepciones, pero cada una de ellas constituye la confirmación de la regla. Las oficinas gubernamentales son viveros de estupidez, y desempeñan el mismo papel que las aguas estancadas en el caso del mosquito anopheles. Es inevitable: aún el burócrata más inteligente sucumbe a la infección”. En síntesis, he aquí una lúcida descripción de lo que solemos sufrir en el día a día de las universidades.
Preguntémonos con sensatez: ¿cómo se pretende conseguir y sostener una educación de real calidad a expensas del trabajo fantasma del profesorado y otros estamentos universitarios? Stricto sensu, la pretensión de aquilatar la calidad educativa presupone una valoración y un respeto por la labor docente en todos los niveles de la educación, una valoración que implica la salvaguarda de la dignidad humana del profesorado propiamente dicho. Entretanto, Colombia seguirá siendo un país en el cual la labor de profesor persiste como una pobre dama vergonzante, sin ir más lejos, todo un patito feo.