De la puerta de la habitación de Ral, mi compañero de piso, se escapa el olor a marihuana. Con las volutas de humo, se ha filtrado también la vocecita melancólica de Joan Baez en la canción ‘No Man is an Island’: any mans death diminishes me, because I am involved in Mankind. Miro el reloj. Es jueves. Diez de la mañana. Lentamente, mi computador se enciende, y antes de que la pantalla se ilumine ya me siento aplastado por la burocracia tecnológica de Google.
Los amagos de un mándala hipnótico redondean la pantalla del computador, y mientras espero que encienda me pregunto: ¿qué soy yo frente a este computador?, ¿un profesor o un sarapico? Sí, el sarapico que se transforma en mosquito en un rincón de agua estancada; sí, el profesor universitario que se transforma en un fantasmagórico administrador de un grupo de estudiantes franceses en Google.doc. Siento en mi boca el sabor amargo de mi taza de café. En mi bandeja de entrada están los ciento treinta correos con las tareas de mis estudiantes.
También veo los correos de los estudiantes perdidos que, dos horas antes de entregar sus proyectos, me hacen preguntas estúpidas. ¿Qué debo hacer?, ¿ revisar cada uno de sus correos? No. Simplemente les enviaré “un recibido” y basta. Mientras copio y pego la misma respuesta, me pregunto si mis estudiantes sabrán la diferencia entre enseñar, aprender y recibir información a través correos electrónicos. Este año universitario ha sido un desastre: desde el comienzo de semestre me he lanzado en una enconada lucha para que no saquen el maldito teléfono en clase y no hagan sus tareas con traductores Google.
Luego, una protesta de transporte sin precedentes en Francia y ahora un virus que nos hace comportar como si hubiesen llegado los extraterrestres. ¡Estoy seguro de que las tareas serán un completo fraude! Lo que más me encabrona de todo esto, es que el coronavirus me ha metido en la mayor encrucijada pedagógica de mi vida. Cuando yo califique sus proyectos enviados por WeTransfer y Gmail ¿a quién diablos debo calificar?, ¿a Google traductor?, ¿al estudiante?, ¿a la máquina?, ¿ al ser humano?
— ¡Malparidos, una y mil veces todos son unos malparidos! —, grito a la pantalla de mi computador. —¡Malparidos!— vuelvo a gritar enloquecido derramando el contenido de mi taza de café sobre mi escritorio.
De repente Ral, mi compañero de apartamento, atraviesa desvergonzadamente la sala con una de sus extrañas pijamas con motivos salvajes: hoy es un dinosaurio rosado. Él es profesor de inglés, pintor solitario y lector implacable de libros esotéricos. Él no tiene amigos. Después de sus clases en un colegio a las afueras de París, se encierra en su habitación-taller y solo sale de su cueva-habitación cuando yo me he encerrado en la mía. Las únicas relaciones afectivas que le conozco hasta hoy, las ha establecido con su dealer y con los animales del bosque de Vincennes, cerca de nuestra casa. Habla solo. Se alimenta poco. Ayer, mientras cenábamos, quiso explicarme la teoría que él llama las Convergencias Fundamentales: es decir, acoplamientos de acontecimientos históricos para la renovación energética de los organismos vivientes. Según su teoría, las fechas de los calendarios son portales para la entrada de lo invisible. Por eso, él cree que existe una coincidencia entre la llegada del Coronavirus a Francia y la persecución iniciada hacia los Templarios el viernes 13 de marzo de 1307, el mismo día del inicio del confinamiento. También me dijo que el gran maestre de la Orden del Temple, Jacques de Molay, había sido quemado vivo el 18 de marzo de 1314 frente a la catedral de Nôtre-Dame. Antes de que las llamas lo consumieran, Molay lanzó una maldición contra todos sus acusadores. Eso incluía a toda Francia. En menos de un año, todos sus perseguidores, incluido el rey, murieron. Así, 300 años después la dinastía real de los Capeto, había dejado de existir. Entonces, en su teoría de las Convergencias Fundamentales todos nosotros estamos llamados a la gran renovación. ¿Renovación de qué?, le pregunté. Me dijo que después me contaría, pero si me dijo muy contento que había comprado marihuana para seis meses.
Ahora que está en la puerta de mi habitación, me pregunto qué frase lapidaria me lanzará. Ral chupa y lanza volutas de humo de su cigarrillo: — you don’t really need discipline but devotion —, dice mientras se aleja. La cola de dinosaurio desaparece del marco de mi habitación y me digo que existe un subconjunto de seres vivientes que están disfrutando el confinamiento: los animales del bosque, los locos y los artistas. El resto de las personas se han encontrado con la gran frustración de no tener un mundo interior y de descubrir, de un solo golpe, que son personas aburridas para ellas mismas. Y están los otros, las miles de personas cuya supervivencia depende de un contrato por horas, y en el peor de los casos: del azar. Desde la cocina, y como si me estuviera leyendo la mente, Ral me grita en español:
“El encierro empieza en las acciones que la cotidianidad desplaza”.
Han pasado ya dos horas de estar sentado frente a mi computador. He escuchado los videos de mis estudiantes de tercer semestre. Mi café se ha terminado. He hecho el doble del trabajo habitual pero en muy poco tiempo; sin embargo, es fatigante abrir dos o tres veces correos, hipervínculos y tratar de adivinar donde está el plagio. Además me niego a pasar sus trabajos por estos programas que determinan los porcentajes de plagio. Yo no me voy a convertir en policía de la creatividad. Lo curioso de esta situación ha sido la sorpresa que me han regalado los dos peores estudiantes de mis clases. Sylvain, 20 años, se duerme descaradamente sobre el escritorio, y cuando está despierto tiene la facultad de fingir atención mientras que, por debajo de su escritorio, sigue maniobrando su teléfono. El más desesperante es Jean Jacques, 21 años. Nunca hace tareas. Llega tarde. No toma notas. Con solo mirarlo me provoca un sentimiento de pereza y desconfianza por el futuro de la humanidad. Ambos comparten los mismos dos talentos parasitarios: presentar los trabajos a tiempo y obtener la nota mediocre de diez sobre veinte en un examen hecho de papel, el cual les asegura el paso al siguiente semestre.
En mis clases presenciales ni Sylvain, ni Jacques querían existir. Sin embargo, ha tenido que venir un virus del otro lado del mundo para que los dos existan. Por iniciativa propia, los dos se han organizado para crear gavetas virtuales para que profesores y estudiantes envíen y reciban trabajos. Sylvain también ha creado una especie de WhatsApp privado que no necesita números telefónicos para que nos conectemos durante la hora de clase a distancia. Cuando Sylvain y Jacques me enviaron su correo para explicarme la propuesta, yo leía la amenazante pregunta invisible escrita en los entrelíneas: —profesor: ¿usted para qué sirve? — Hasta el último día antes del confinamiento, yo los obligaba a que se adaptasen a mis fotocopias en blanco y negro.
Ahora soy yo quien debo reinventarme para existir en sus inventos.
Vuelvo a mirar los videos de Sylvain y Jean Jacques. Me veo a mí mismo, durante casi un año, exigiéndoles con látigo y tiza en las dos manos, leer mis insípidas fotocopias. ¿Para entender la forma de aprender de Sylvain y Jean Jacques debo entender cómo evoluciona la inteligencia de un teléfono iPhone? He cerrado Gmail. Otra idea me asalta: solo bastaría la motivación de diez Sylavain y diez Jean Jacques frente a un computador muy veloz para crear una nueva revolución en educación, superior a aquella de mayo del 68 en París. Una revolución hecha por jóvenes aburridos de venir a la universidad, y con ganas de abolir la farsa del escenario del salón de clase. Sylvain y Jean Jacques podrían de un solo manotazo cambiar la configuración del juego y pedir que el circo de la pizarra, la tiza y el escritorio se transformara en un doble clik para enviar las clases universitarias al computador de sus casas. Con el coronavirus, tal vez, ellos se habrán dado cuenta de que no se necesita hacer el largo viaje en metro o en bus con gente enferma de gripa para escuchar solamente una hora y media de clases, cuyos contenidos son solo un crédito para aprobar el semestre. Vale la pena entonces preguntarse, querido lector, ¿cuál es la diferencia entre el brillo de la pantalla de un computador y los opacos vidrios de los lentes de profesor?
¿Cuál es la diferencia entre Google y el profesor?
Si los profesores presenciales permanecemos desligados de la afección, apáticos a las emociones de nuestros estudiantes y vendiéndoles todavía la falsa idea de que el título universitario es garantía de éxito, ellos se seguirán aislando en sus teléfonos y, poco a poco, el contacto humano se convertirá en el privilegio de una élite. O así lo quiere explicar la periodista Nellie Bowles, en su último artículo del New York Time. Bowles explica que la educación digital es para los pobres y los estúpidos, y que los ricos priorizan una educación con contacto humano. Sin embargo, me gustaría preguntar a Bowles: ¿qué ha hecho la educación presencial, cara a cara, para contrarrestar la miseria del mundo en que vivimos?
La mayoría de las personas hemos tenido una educación basada en el contacto humano, pero han sido precisamente este contexto donde al parecer han sido formado los responsables de la crisis económica y moral actual. Esperamos que los jóvenes creen la revolución y cambien el sistema, cuando nosotros mismos, resultados de la educación del salón de clases, somos incapaces de ver otros horizontes y nos perdemos en nuestras pequeñas neurosis laborales. A veces pienso que mi angustia de quedarme algún día sin pensión para mi vejez me vuelto esclavo de la rutina.
He apagado mi computador. El objetivo de la educación que recibí hace muchos años es la misma que yo enseño en la universidad. Solo repito contenidos para tomar notas. Pero entonces ¿cuál es la alternativa? Krishnamurti decía que es muy reconfortarte para una persona creerse eficiente y capaz. Estar convencido de que nosotros podemos tocar un piano o construir una casa, crea la impresión de vitalidad y cierta independencia agresiva, pero llega el momento, ese justo momento en que las zonas de protección psicológicas se desploman y pensamos que todo está perdido. La educación que hemos recibido no nos ha ayudado a desarrollar la intuición, la calma, el perdón, la empatía y el dominio de nuestras palabras, actos y pensamientos. La ecuanimidad, la templanza. Si continuamos llenando la educación con cursos para volver la inteligencia una estrategia hacia el éxito, continuaremos viendo a los jóvenes morir en las guerras, por el hambre, o por sus propios conflicto psicológicos. ¿Quién nos enseña a conocernos a nosotros mismos? Al parecer esa es la única alternativa que nos queda. El esfuerzo de ir mas allá de lo invidente.
Mientras me acomodo en mi sofá para matar la tarde leyendo y esperar que venga la modorra del medio día, me digo que después de esta peste, los que quedemos vivos (y con trabajo), regresaremos sin ninguna dificultad al estado de muertos vivientes. Perinde ac cadaver. El cielo, desde mi venta, está azul. Nubes lenticulares se dibujan y creo reconocer la pasividad cristalina de los ojos azules de Sylvain y Jean Jacques en las nubes. Poco a poco, creo ver el símbolo de dólar en sus ojos. No me puedo engañar, si me renuevan el contrato en la universidad, después de todo este bla bla bla, yo volveré a mi labor: educar a jóvenes para solo ganar un salario.
Tal vez cuando lleguen los extraterrestres, yo haga una pequeña revolución educativa en mi salón de clases. ¿Quién sabe? pp