Mientras los casos de contagio continúan creciendo, hay que reconocer que las medidas tomadas por el gobierno nacional intentan frenar al máximo la velocidad expansiva del virus. En cualquier caso, el recurso más valioso con el que se libra esta guerra es el personal de salud; médicos y enfermeras se baten con la muerte en una guerra sin precedentes, siendo conscientes de que los contagios se van a dar por mucho tiempo más. Su misión, salvar vidas y también ganar tiempo mientras los científicos logran formular un antídoto que de fin a la debacle.
Cuando un profesional de la salud a riesgo de su propia integridad pierde la batalla por la enfermedad que combate, el luto es mayor por aquel valor que tiene salvar vidas en espacios donde es peligroso respirar. Lamentablemente es en el fallecimiento cuando se logra vislumbrar que ese cuerpo de médicos y enfermeras está en las últimas, agobiado por la situación, afectado física y mentalmente. Su lucha la respalda el juramento ético que mira de frente cómo se desmorona el sistema de salud mientras los pacientes se riegan en pasillos de hospitales y salas de atención improvisadas.
La amenaza de la guerra se cierne sobre sus cabezas y por esto los ojos del mundo deben estar puestos sobre los héroes de la tragedia; digo héroes aunque ellos no quieren serlo. Este personal sanitario que en contra de sus propios miedos madruga y trasnocha sin escatimar esfuerzos, sin guardarse nada para otro momento porque incluso la noción de futuro para ellos también ha entrado en cuarentena. La lucha contra el COVID-19 es de tiempo, necesitan ganarlo para traer de vuelta al que agoniza, para autocuidarse en medio de tanta infección, necesitan tiempo para que la potencia del virus se debilite y para tomarse un descanso en medio de la conmoción. Necesitan tiempo para seguir salvando vidas, para que alguien pueda atender a los enfermos y para que la tragedia no gane ante su ausencia.
Por eso es una tragedia cuando perdemos a uno de ellos, no importa su nacionalidad, percibimos que la situación no da tregua y en tales circunstancias los panfletos, los aplausos, las notas y videos de felicitación, así como las bonificaciones salariales que deberían serles entregadas cuanto antes, no son suficientes para compensar a quienes de cualquier forma intentan suplir la emergencia. El símbolo del sacrificio es la imagen de profesionales colapsados entregados al servicio, que con rostros agobiados por la sobrecarga del sistema y con un espíritu atribulado que no quiere claudicar esperan de la ciudadanía el apoyo moral que les pueda brindar, pero, sobre todo, necesitan de la adopción de medidas preventivas desde los hogares para frenar la avalancha de contagiados en unidades de cuidados intensivos.
Un profesional de salud que nos deja es una baja sensible en las filas de la guerra, literalmente es una batalla perdida de las muchas que estamos librando cada día. La superación por la enfermedad que se da muchas veces por la falta de equipos y medios de protección les hace vulnerables en su valiente faena de alivio; sabemos que no son suficientes en número y que están disminuidos en fuerza, sabemos que tendrán que priorizar el cuidado a las personas con mejor oportunidad de vida, sabemos que se sienten solos y aterrados por el riesgo en el que se encuentran. Lamentamos profundamente toda su angustia y su pesar, así como la muerte que les sobreviene en el cumplimiento de su necesaria misión. Agradecemos su valentía y escuchamos sus indicaciones, oramos por ustedes y confiamos en que vamos a ganar después de todo, porque ustedes que son nuestra primera línea de batalla no se rinden.
