Las masacres de tantas personas, especialmente jóvenes, son muy dolorosas por cada vida que se destruyó, y porque ensombrecen el atisbo de esperanza y optimismo que ha costado tanto construir durante años, con esfuerzos de organizaciones, de víctimas e incluso de funcionarios públicos, y que se condensaron entre otras, en las leyes de víctimas y el proceso de paz. Muchos creímos –y crecimos profesionalmente- en un entorno en donde las cosas parecían mejorar, muy lentamente, con muchos tropiezos y no en todos los rincones del país, pero parecía que el siglo avanzaba con una tendencia a separarse de la violencia de sus inicios.
Los 2000 empezaron con el auge del paramilitarismo, una sólida estructura nacional que no solo buscaba combatir las guerrillas, sino que apostaba por un proyecto político más amplio, auspiciado y celebrado por élites políticas y empresariales del país: refundar la patria, tal como lo plasmaron en el Pacto de Ralito. Nunca les gustó la Constitución de 1991, ni sus cuentos de proteger la vida y la dignidad de las personas, cuidar la democracia y descentralizar las decisiones, respetar a los pueblos indígenas y a todos los que piensan o viven distinto, o preservar la diversidad ecosistémica del país. Y el pacto se ejecutaba con expresiones de violencia llena de sevicia e impunidad, documentadas oficialmente por el Centro de Memoria Histórica y otras instituciones.
La refundación de la patria no solo buscaba reemplazar la Constitución, sino rediseñar el territorio a lo que al mediocre entender de sus promotores es más dócil, más domesticable, más moderno, más productivo y más propicio para enriquecerse. Por eso, el desplazamiento no era una especie de efecto no deseado de la necesidad de combatir a la guerrilla, sino el despeje del territorio para cambios abruptos en el uso del suelo, cambios que generan rentas para algunos pocos. En muchas regiones, la violencia transformó territorios con culturas y paisajes campesinos en zonas agroindustriales o mineras en apenas unos años. Se construyeron Urrá y Ranchería, represas promovidas por actores legales y con trámites institucionales de licenciamiento, pero respaldadas por los guardianes del pacto y que hicieron el trabajo de silenciar las voces críticas. A ellos no les interesaba la energía, sino el reordenamiento del territorio, la valorización de la tierra y los beneficios a sus fundos río abajo (control de inundaciones o distritos de riego); no es raro que esas represas sean inoperantes en términos energéticos.
Eso sí, al momento de construirlas, voces desde la legalidad inundaban a la opinión pública con chantajes sobre la necesidad imperiosa de adelantar estos proyectos para evitar colapsos económicos y energéticos. ¿Les suena conocido? Sí, son los mismos argumentos que desenfundan a quienes nos oponemos al fracking o que defendemos el derecho de los wayúu a la participación y a la vida frente a los enormes parques eólicos que se pretenden instalar en sus territorios. He estudiado a fondo estos pronunciamientos en prensa publicados desde mediados de siglo pasado y he visto la capacidad de reciclaje de la manipulación capciosa de los funcionarios del sector mineroenergético y los columnistas que los apoyan.
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Un error del pasado fue entender megaproyectos, violencia armada y manipulación a la opinión pública como asuntos asépticamente aislados
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La exministra de Energías Suárez nos sugirió hace poco que sin fracking no podremos calentar el café del desayuno. Suena muy contundente, pero pasa por alto que de todo el gas que demanda el país, el uso residencial apenas llega al 16 %. Luego hay que leer columnas que, como un buen ejemplo de racismo ambiental, sugieren que de malas los wayúu, que les toca aceptar la consulta virtual y sin garantías en tiempo de pandemia porque es imperativo avanzar con el desarrollo eólico para garantizar energía en el país, dado que en Hidroituango la embarraron. Los wayúu están en una de las regiones energéticamente más ricas del país y no tienen electricidad en su gran mayoría y, mucho menos, internet.
Colombia fue, en 2019, el país con más asesinatos de defensores de la tierra y de la naturaleza en el mundo. Hoy tenemos un gobierno y un Congreso, con fuertes herencias de Ralito, que impulsan todo tipo intervenciones territoriales capaces de sacrificar comunidades enteras, y con el repertorio de chantajes renovado con la recuperación económica de la pandemia. Un error del pasado fue entender megaproyectos, violencia armada y manipulación a la opinión pública como asuntos asépticamente aislados. Hoy es necesario tejer más fino y no pasar por alto las relaciones entre impunidad y la defensa del ambiente, por ejemplo, o entre política mineroenergética y reparación a las víctimas del conflicto armado. Me extraña que le Procuraduría, tan valiente en sus alertas sobre los derechos de los pueblos wayúu frente a los proyectos eólicos en La Guajira y sobre el incumplimiento de las normas de víctimas por parte del gobierno actual, ahora solicite remitir el expediente de Uribe a un ente de su bolsillo.