Esta semana el saliente “súper-ministro” de la Presidencia Néstor Humberto Martínez alebrestó el cotarro político nacional al plantear que “una asamblea constituyente era inevitable dada la coyuntura por la que atraviesa el proceso de paz”.
Esa iniciativa – que de acuerdo con el jefe de los negociadores en La Habana, Humberto de La Calle Lombana es una opinión personal – coincide con la exigencia que vienen haciendo las FARC en el sentido que la refrendación de los acuerdos de paz que se firmen en La Habana, deben aprobarse mediante ese mecanismo o procedimiento constituyente.
Aunque la insurgencia armada no lo ha planteado en forma precisa, sus pronunciamientos al respecto están en la dirección de proponer formas directas de elección de delegados o circunscripciones especiales para comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes, desplazados y otros sectores sociales. Esta propuesta claramente tiene la intención de asegurar una representación suficiente para poder impulsar sus propuestas y forcejear en mejores condiciones con las fuerzas tradicionales que sean elegidas en ese cuerpo colegiado.
Es evidente que el gobierno no va a aceptar esa propuesta. A lo sumo le concederán unos cupos específicos para los guerrilleros desmovilizados, pero el grueso de la representación, si se llegara a concertar tal mecanismo, sería elegida por el voto universal y secreto. Es más, si este asunto se llevara a una consulta popular lo más seguro es que las grandes mayorías no estarían de acuerdo con ese tipo de representación exclusiva.
Pero a pesar de la importancia que puedan tener los mecanismos y cupos de representación, el problema de fondo es otro. Para poder impulsar y desarrollar un efectivo y transformador “proceso constituyente”, la sociedad colombiana en su conjunto, necesita un espacio y un tiempo “de-constituyente”. ¿Qué significa este término o categoría?
Sería una fase o etapa de la vida colombiana en donde la sociedad sacara toda la “suciedad” y basura a la puerta de la casa. Todo lo caduco y casi muerto debe ser develado y cambiado. Lo podrido y corrompido, que huele a leguas a descomposición, debe ser desechado. Lo atrasado, falso, aparente y artificial que hay dentro de unas instituciones hechas con base en el molde liberal europeo pero que en la realidad se convirtieron en unos adefesios institucionales de tipo colonial, deben ser barridos y reemplazados por organismos verdaderamente democráticos, surgidos de nuestra historia y tradición popular, inventados para nuestra particularidad especial, con nuestra greda y sabor.
Es claro que un proceso de ese tipo requiere un ambiente de convivencia pacífica para que la sociedad pueda reconocerse a sí misma. Para que pueda desenmarañar y descubrir las trampas y timos que tiene el Estado para mantener su poder colonial, patriarcal, anti-democrático, excluyente, discriminatorio, manipulado absolutamente por los intereses privados de los grandes capitalistas transnacionales, al servicio de los poderosos latifundistas, y cooptado por las mafias de diverso tipo que existen en Bogotá y en todo el país.
En ese tramo de tiempo y en ese ambiente “de-constituyente”, la sociedad colombiana se puede reconocer en su diversidad geográfica e histórica, étnica y cultural, de género y de diversas clases sociales, empezando a valorar lo que realmente debe servir para “reconstituir” la Nación, a partir del esfuerzo de millones de personas que son las que producen la riqueza, defienden el medio ambiente, garantizan el suministro de comida y prestan innumerables servicios a la sociedad.
Precisamente para eso es que necesitamos la “paz”, así sea imperfecta, limitada, “perrata” como la he llamado, es decir, un clima de convivencia con una reglas mínimas de respeto y consideración por las múltiples expresiones sociales y políticas que deberán surgir – y ya están apareciendo – para intervenir con plenitud y exuberancia en el diseño institucional del “nuevo país”.
Claro que no se van a acabar las confrontaciones. Por el contrario, saldrán a luz nuevos conflictos que han estado reprimidos y represados por efecto de la conflagración armada. Pero tendremos que crear las condiciones para resolverlos por la vía pacífica, con acuerdos, consensos o recurriendo a elecciones y otros tipos de decisiones consultadas y aprobadas por las mayorías.
Aspirar a la convocatoria inmediata de una Asamblea Nacional Constituyente para refrendar los acuerdos de paz es completamente errado e inoportuno. Se requiere pasar de la “de-constitución” a la “constitución”. En los países vecinos el proceso “de-constituyente” se realizó durante más de una década, en donde el pueblo se manifestó con inmensas y poderosas movilizaciones populares que derrocaron y expulsaron presidentes neoliberales.
En Colombia eso no ha podido suceder por la existencia de un conflicto armado instrumentalizado por el gran capital. Por algo, en medio de la guerra las empresas transnacionales han fortalecido su presencia y dominio, y la economía “colombiana” – que está en sus manos monopólicas – ha pasado a ser la tercera de la región. A pesar de que se han desarrollado heroicos levantamientos sociales, éstos han sido muy parciales y limitados, tanto en la fuerza como en su contenido, dado que se han reducido a reivindicaciones sectoriales, sin que se haya puesto en jaque la esencia de la política del régimen neoliberal.
Por ello las fuerzas democráticas y populares llegarían con una baja representación a esa asamblea constituyente, frustrándose cualquier posibilidad de cambio. Sería un tremendo aborto, algo parecido o similar a lo ocurrido en 1991. Del afán solo queda el cansancio.
Las fuerzas democráticas colombianas están en mora de discutir francamente esa propuesta de la insurgencia armada. Vemos cómo hábilmente algunos sectores de derecha la recogen – como Néstor Humberto Martínez –, porque saben que pueden fortalecer su capacidad política para implementar la segunda fase de neoliberalismo que tanto necesitan.
Vuelve y se equivoca la guerrilla. Vuelve a confundir sus deseos con la realidad. Vuelve a creer que las grandes mayorías les van a dar su apoyo constituyente. No sabemos cómo o de qué información sacan esas conclusiones. Parecieran estar en una especie de autismo cuando la realidad es totalmente contraria a sus deseos.
O claro, puede ser que se fíen de la opinión de una serie de intelectuales, profesores universitarios y antiguos militantes de izquierda que, – desde sus escritorios, cátedras y delirios – sueñan con un levantamiento popular por “justicia social” que cambiaría de un momento para otro, por obra del espíritu santo o de algún otro milagro, la correlación de fuerzas en Colombia a favor del pueblo.
Así, según ellos, en vez de concretarse un proceso de paz, lo que puede ocurrir es que la insurgencia llegue directo al Palacio de Nariño al estilo de lo que hicieron los bolcheviques en el Palacio de Invierno. ¡Claro, soñar no cuesta nada!
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