El hecho de que todos vivamos criticando a los dirigentes políticos no quiere decir que no se lo merezcan ni que nosotros siempre tengamos la razón.
Sí, parece una paradoja. Pero no lo es.
En una democracia no basta con que podamos señalar a los políticos, y lo hagamos. Tal vez, más importante resulte que lo hagamos por las razones que son y no necesariamente por aquellas que nos dictan los medios de comunicación, los youtubers o el bobazo de Vicente, el que siempre va para donde va la gente.
Para que una democracia funcione es imprescindible el mejor criterio social posible. La democracia también es la educación humana y política de los ciudadanos.
Y lo planteo porque cada día observo como crece, esta vez sí, una paradoja.
Tenemos la sociedad más informada de todos los tiempos a la vez que tenemos la sociedad más descriteriada de la historia.
Es increíble ver que en los tiempos de psicólogos por algoritmos, de psiquiatras pagaderos con criptomonedas, de generales ascendidos con detector de mentiras y hasta de masajistas adiestradas en talleres de neurolingúística, la sociedad no repare lo suficiente en el análisis del carácter de los políticos por quienes va a votar.
Me explico mejor: solemos votar por lo que dicen los políticos o por lo que otros nos dicen de los políticos que dicen o por lo que otros políticos dicen de lo que otros dicen. Pero pocas veces nos damos a la tarea de mirar con responsabilidad y cuidado el carácter real de las personas a quienes vamos a entregarles la conducción de todos nosotros.
En la brevedad de esta columna no se trata de avanzar en los que podrían ser los rasgos determinantes en la personalidad de un gobernante, aquellos perfiles esenciales que deben estar en el carácter de un presidente. Pero sí podemos intentar, como mínimo, no equivocarnos tanto.
Les cuento lo que me está pasando cuando observo esa abultada y dispersa baraja de candidatos presidenciales.
—¡Que cosa! —Nunca había habido tantos ni tan pocos de dónde escoger.
Tanto así que uno puede llegar a una conclusión básica o, por lo menos, inicial.
— Si ninguno de estos me gusta tanto como quisiera, que por lo menos no me equivoque tanto como para que llegue alguien que acabe con el país.
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Como mínimo, los colombianos debemos proponernos no elegir a un enfermo mental
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Como mínimo, los colombianos debemos proponernos no elegir a un enfermo mental
—¡Como mínimo!
David Owen nos puede ayudar mucho en esta responsabilidad.
Owen es, de profesión, médico neurólogo. Siendo un gran profesional incursionó en la política y ha sido por décadas miembro de la Cámara de los Lores. También fue Ministro de Salud y Ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña. Esto, para indicar que Owen combina, como pocos, los conocimientos sobre salud mental y sobre política. Tiene varios libros sobre enfermedades mentales que han atacado a líderes políticos y sus respectivas consecuencias.
En este riesgosísimo momento por el que atraviesa Colombia, me parece de la mayor pertinencia compartir un fragmento del libro En el poder y en la enfermedad -Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años-.
Hablándonos sobre el Síndrome de Hybris, que es lo mismo que la peligrosa locura de la megalomanía, nos cuenta:
En mi opinión, es necesario que presente más de tres o cuatro síntomas de la siguiente lista provisional para que se pueda considerar tal diagnóstico:
una inclinación narcisista a ver el mundo, primordialmente, como un escenario en el que pueden ejercer su poder y buscar la gloria, en vez de como un lugar con problemas que requieren un planteamiento pragmático y no autorreferencial;
una predisposición a realizar acciones que tengan probabilidades de situarlos a una luz favorable, es decir, de dar una buena imagen de ellos;
una preocupación desproporcionada por la imagen y la presentación;
una forma mesiánica de hablar de lo que están haciendo y una tendencia a la exaltación;
una identificación de sí mismos con el Estado hasta el punto de considerar idénticos los intereses y perspectivas de ambos;
una tendencia a hablar de sí mismos en tercera persona o utilizando el mayestático “nosotros”;
excesiva confianza en su propio juicio y desprecio del consejo y la crítica ajenos;
exagerada creencia -rayando en un sentimiento de omnipotencia- en lo que pueden conseguir personalmente;
la creencia de ser responsables no ante el tribunal terrenal de sus colegas o de la opinión pública, sino ante un tribunal mucho más alto: la Historia o Dios;
la creencia inamovible de que en ese tribunal serán justificados;
inquietud, irreflexión e impulsividad;
pérdida de contacto con la realidad, a menudo unida a un progresivo aislamiento;
tendencia a permitir que su “visión amplia”, en especial su convicción de la rectitud moral de una línea de actuación, haga innecesario considerar otros aspectos de ésta, tales como su viabilidad, si coste y la posibilidad de tener resultados no deseados: una obstinada negativa a cambiar de rumbo;
un consiguiente tipo de incompetencia para ejecutar una política que podría denominarse incompetencia propia de la hybris. Es aquí donde se tuercen las cosas, precisamente porque el exceso de confianza ha llevado al líder a no tomarse la molestia de preocuparse por los aspectos prácticos de una directriz política. Puede haber una falta de atención al detalle, aliada quizá a una naturaleza negligente. Hay que distinguirla de la incompetencia corriente, que se da cuando se aborda el trabajo, necesariamente detallado, que implican las cuestiones complejas, pero a pesar de ello se cometen errores en la toma de decisiones.
Votar es un acto de responsabilidad fundamental.
—Sí señor, por eso nada tan antiético como votar por un corrupto o por un enfermo mental, a sabiendas de que lo son.
Escrito está.