“Todo cambia para todo seguir igual” Giuseppe de Lampedusa
La propuesta en materia sanitaria de Santos no soluciona la crisis de salud pública que postra al país. Es una actualización de la política sanitaria implementada en los últimos 20 años con la ley 100 de 1993 e impuesta por el gran capital financiero y los grandes inversionistas internacionales y nacionales en materia de servicios sanitarios, cuya novedad, si así puede llamarse tal desafuero, es la profundización de la intermediación financiera en la atención en salud, la muerte anunciada de la tutela y la cortapisa a la autonomía médica.
Toda asistencia en materia financiera por parte de la banca multilateral trae consigo una condicionalidad política que socava la soberanía de nuestro país. La liberalización de capitales, posteriormente la retracción de la intervención pública en la economía en favor de la iniciativa privada y en últimas la mercantilización de los derechos económicos y sociales son evidencia contundente de ello.
En Colombia la cobertura actual de afiliación a los sistemas de salud de la población ocupada es de 89,3% en total. El 46,7% en el régimen contributivo, el 40,1% en el régimen subsidiado y el 2,5% en los regímenes especiales. Asimismo los aportes de la nación en salud superan los 32 billones de pesos, lo equivalente a cerca del 7% del PIB y según la OMS (Organización Mundial de la Salud), una de las mayores inversiones de Latinoamérica. No obstante, es importante anotar que ni la cobertura ni la cuantía de los aportes implican el acceso a los servicios.
La intermediación financiera es la barrera principal para el acceso a los servicios de salud. Las EPS son avezadas en esa práctica. Consiste en la captación de recursos del erario público para fines ajenos a los de su predestinación. A este fatídico escenario se suma la sepultura de la tutela por todos los frentes si tenemos en cuenta la ley de impacto fiscal que supedita la aplicación y el reconocimiento de todo derecho fundamental al estado de las finanzas públicas y la consagración de la salud como un derecho de orden público imposibilitando el acceso a beneficios adicionales en salud, a lo sumo no incluidos en los paquetes ofrecidos por las aseguradoras. Por si fuera poco, arriba hacía mención, la autonomía medica es ostensiblemente lesionada por la eventual elaboración de unos manuales de atención sanitaria a cargo del Ministerio de Salud que restringe los procedimientos y los medicamentos que los médicos emplean en el tratamiento de sus pacientes.
La banca multilateral también ha impuesto a los países de América Latina, y es el caso de Colombia, programas de ajuste fiscal para conjurar la crisis económica que ella misma ha desencadenado en sus economías, asegurando así, los beneficios financieros de su asistencia, en detrimento de los gastos y los beneficios sociales.
Es el caso del desembarazo fiscal del Estado respecto a la educación superior pública en Colombia. En los últimos 20 años ha dejado de financiar el crecimiento de la oferta pública al considerarla una “carga fiscal insostenible”. Luego, ante la presión social por una democratización de la educación superior ha “laissez fair laissez passer” a la iniciativa privada cuyo motor es la rentabilidad, y en suma ha privilegiado el subsidio a la demanda mediante la concesión de créditos del ICETEX que rayan en el anatocismo y cuya trastienda, muchos denuncian y evidencian, encubre beneficios para el capital financiero foráneo.
En lo que a todos concierne, y eso también es la salud y la educación como derechos fundamentales, no podemos ser inferiores al reto que supone reclamar nuestros derechos ante un gobierno que no le augura más que ignorancia y muerte al grueso de la nación y a lo sumo empoderarnos de nuestro destino. Extiendo toda mi solidaridad a los sectores que reivindican justamente estos derechos, exijo su reconocimiento democrático y en palabras de Camilo José Cela espero que jamás les haga falta “salud para rebelarse y decencia para mantener la rebelión”.