Desde la reclusión en la que el invisible covid-19 me ha confinado, al igual que a casi media humanidad conocida; encerrado en una ciudad pequeña del Caribe colombiano, donde “casi nunca” pasa nada y apenas después de cinco largos días, fue que se registró el primer caso dateado por las autoridades (y de vecina en mi calle); asomo la nariz (heredada de mi abuela Inés, que ni se ha enterado que una pandemia la amenaza detrás de su olvido programado) a la calle virtual en la que se ha convertido este mundo pequeño y arrogante.
El diario del fin del mundo relata en sus páginas asesinas una variedad de crímenes y en la realidad de un país que no se cansa de matarse entre sí, y que les llega un virus como refuerzo para sumarse a la tragedia: siguen los asesinatos de líderes sociales y de reincorporados; los maleantes de poca monta descansan asustados detrás de sus tapabocas que esconden el miedo (no hay noticias judiciales en los periódicos); los políticos esperan que la pandemia los reivindique frente a la multitud de “carisucios” que los bendicen con sus votos (se toman fotos entregando mercados a los pobres hambrientos); y la informalidad se castiga con una falsa esperanza que todo se acabe, incluso su propia existencia encarnada en los bostezos largos y frecuentes de niños descalzos y en las arrugas cansadas que habitan en el rincón más lejano de la casa (donde no los toque el virus).
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El diario del fin del mundo relata en sus páginas asesinas una variedad de crímenes y en la realidad de un país que no se cansa de matarse entre sí
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Encuentro ciudades abandonadas por su propio desorden: planos simples de calles sin almas, sin gentes y sin vida que contar. Un paisaje sin humanos es lo más parecido al futuro que tendrá el cemento y la megalomanía del hierro, el acero y el concreto.
Encuentro pregoneros y vendedores ambulantes desafiando a la cuarentena y vendiéndole a compradores imaginarios que pagan en rupias de viento y sol.
Encuentro parejas y familias ahogadas en su propio vaso de tempestad y sobreviviendo a la mayor prueba posible: resistirse detrás del vago vínculo marital o de sangre que los identifica como humanos en las últimas horas de la existencia, en medio de un aislamiento social hacia afuera y hacia adentro.
Encuentro dateadores compulsivos del avance de la pandemia en todo el planeta, siguiendo curvas asesinas, de la China a la Conchinchina, de Italia a Westfalia, de Madrid a Teherán, de Guayaquil (donde los cadáveres caminan pidiendo clemencia y sepultura) a Nueva York (la ciudad que ahora duerme); calculan ellos, los dateadores del virus, su naturaleza, complejidad, mutaciones y la velocidad de propagación en días, horas, minutos y segundos. Un profundo y extendido conteo regresivo que sólo espera un “toc toc” en la próxima puerta. ¿La de quién?
Encuentro un aire, un sol, un viento, un tiempo en el que se respira miedo y dolor. Acorralados los pedantes y antipáticos humanos, deambulan en su propia jaula sin saber que, entre la quietud y el movimiento, alguien tose, tose y pregunta. Por ahora no hay respuestas.
Coda: el falso dilema de la política que gobierna al mundo. Seguir en cuarentena y aislamiento social (para salvar a la humanidad) o salvar a la economía. ¿se podrá con las dos?