He aquí un grupo de almas fotografiando celulares, la mayoría de ellas con su propio celular. La escena, que se captó en el último Mobile World Congress celebrado en España, resultaba algo inquietante, como la de alguien que pretendiera comprobar las características de un espejo observándolo a través del reflejo producido por otro. Se aprecia una síntesis del asunto literario del doble. Lo que diferencia a los teléfonos fotografiados de los que fotografían es que los primeros son de última generación. Contienen adelantos muy superiores a los de los segundos. De ahí quizá el hieratismo extraordinario de unos y la veneración casi religiosa de los otros. Los fotografían porque los adoran.
El celular es el amuleto por excelencia de nuestra cultura. Vamos con él de la cocina a la alcoba de la alcoba a la sala. Nos lo metemos en el bolsillo hasta cuando almorzamos, por si acaso. ¿Por si acaso qué? Por si acaso recibimos al fin esa llamada que pondrá las cosas en su sitio. Una llamada de Dios, o del diablo, o de la Dian, una llamada del más allá que dé sentido a nuestra vida. El mismo Dios podría estar ahora mismo marcando nuestro número para hacernos la revelación definitiva. El celular es el Santo Grial, es la luz que descabalgó a san Pablo, el celular es la última frontera. De ahí que no nos desprendamos de él ni en el quirófano. Hace unos días le dije a mi madre que lo meta en mi ataúd, por si la llamada se retrasa. Mientras llega, perderé el tiempo con el resto de sus prestaciones, que solo se han inventado para aliviar la espera.