El pasado 3 de mayo arribó a las costas de Venezuela una embarcación con propósitos terroristas. Entre sus tripulantes había dos mercenarios norteamericanos, de los cuales uno por lo menos era o había sido miembro de la guardia de seguridad personal de Donald Trump. Al día siguiente, otra embarcación arribó con los mismos objetivos.
Desde antes de iniciarse esta operación, a la cual le habían dado por nombre Operación Gedeón, organismos de inteligencia del gobierno venezolano ya habían recaudado información suficiente sobre el cuándo, el cómo y el por dónde comenzaría. Esto sirvió para activar el rechazo enérgico de la Fuerza Armada Bolivariana de Venezuela y, lo que es más digno de destacar, la extraordinaria participación de la Unión Cívico Militar, que fundara Hugo Chávez, lo cual da cuenta de lo comprometidos y enfervorizados que están los venezolanos con su proceso revolucionario, que continúa firme bajo la batuta de Nicolás Maduro.
Ese fervor evidencia el carácter profundamente democrático del proceso revolucionario y de la irrevocable decisión del pueblo de defenderlo y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, así digan otra cosa el imperio y las oligarquías de todo el mundo. Al fin de cuentas, democracia es coincidencia de propósitos entre pueblo y gobierno y disposición de ambos de defenderse mutuamente.
Pero volviendo a los organismos de seguridad, estos también detectaron la existencia del contrato que comprometía a eminentes figuras de los bajos fondos de la política venezolana, entre ellos Juan Guaidó, alias Juanito Alimaña, y J. J. Rendón, asesor de la derecha en Colombia y otras partes del continente. Como contraparte de estos malandros, estaba la empresa norteamericana Silvercorp, conocida por sus actividades encubiertas contra personalidades y gobiernos democráticos.
Según el contrato, cuya firma negó el ya irrelevante Guaidó, este se comprometió a pagar a Silvercop la suma de 212 millones de dólares por poner las riendas del Estado en sus manos, luego de llevar a cabo la remoción de Nicolás Maduro, vivo o muerto. Estos propósitos fueron confirmados por algunos de los tripulantes detenidos, entre ellos los dos gringos. Después de esto, así no lo dijera el contrato, lo que esperaban que llegara sería el restablecimiento del viejo orden imperante en la Cuarta República.
Ante estos propósitos y acontecimientos, la actitud del presidente Duque resultó deplorable. Habiendo tenido esta operación su cabeza de playa en nuestra Guajira, donde fueron entrenados aproximadamente 70 hombres durante varios meses, nuestro mandatario debió asumir su responsabilidad política, bien aceptando la participación del gobierno en la Operación y explicando porqué, o negándola y ordenando las investigaciones correspondientes. Lamentablemente, se limitó a esconder la cola y a decir que no, que no y que no, con la misma entonación que ya le conocemos a su jefe, Álvaro Uribe.
No, eI presidente Duque, no puede limitarse a negar la participación de nuestro país en esta Operación. En su desarrollo hubo presencia de fuerzas extranjeras en nuestro territorio, sin que se hubiera dado la autorización previa del Congreso. Como comandante en jefe de las FF.AA. debe responder políticamente por ese hecho. No hacerlo ameritaría ser llevado ante la Corte Suprema de Justicia para que sea sometido al correspondiente juicio, eso sí, sin hacernos demasiadas ilusiones para que no caiga sobre nosotros una nueva frustración, como la que estamos sintiendo ante el llamado a la justicia de que fue objeto Álvaro Uribe hace ya casi dos años, sin que hasta el momento tengamos la más mínima señal de que el proceso está llegando a su fin, ojalá con una justa condena.
La Corte Suprema debería asumir de oficio la investigación correspondiente. No ocurrirá así, y eso condenará a las fuerzas democráticas e internacionalistas a conformarse con solo enviar al pueblo venezolano y a su Gobierno las más sinceras congratulaciones por la manera como abortaron esta nueva intentona golpista, con la que la reacción y el imperio pretendían aniquilar este proceso revolucionario que, como el de Cuba, sirve de estímulo a los luchadores por un mundo mejor.