La paz, para la Corte Constitucional, es un “derecho constitucional fundamental”, que compromete al Estado así como al conjunto de la sociedad en el propósito de superar la violencia, como mecanismo político para alcanzar el poder. La Constitución de 1991 establece la hoja de ruta, consagrando derechos y garantías fundamentales, que le permite al Estado buscar a través del diálogo, con los actores armados, poner fin a un conflicto de más de 60 años.
En sus postulados la Constitución política establece en su artículo 22 que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento” y en el artículo 95 consagra entre los deberes de la persona y del ciudadano participar en la vida política, cívica y comunitaria y “propender al logro y mantenimiento de la paz”. Pues bien, la decisión del gobierno de Iván Duque, en respuesta al atentando terrorista luego de reconocida su autoría por el ELN, de levantar la mesa de diálogos de La Habana y solicitar la extradición de los negociadores de ese grupo guerrillero para ser juzgados por los hechos acontecidos, desconoce los protocolos firmados entre el Estado y ese grupo insurgente, con el acompañamiento de 5 países garantes y firmantes de esos acuerdos. Todo eso bajo el argumento de que fue una negociación realizada con el anterior gobierno de Juan Manuel Santos, haciendo caso omiso a los principios de la carta magna, que eleva al nivel de política de Estado cualquier proceso de diálogo dirigido a buscar el fin del conflicto armado y la obligatoriedad del Estado, independiente de quien sea el gobernante de turno, al cumplimiento de lo pactado en la etapa inicial de los diálogos con los grupos armados y la comunidad internacional como requisitos mínimos para dar inicio a las conversaciones.
El país no puede pasar por alto y menos olvidarse de que la Constitución Política de 1991 fue el resultado del proceso de negociación con algunos grupos armados, que permitieron la dejación de las armas y su reincorporación a la vida civil y política de nuestro país. Además, es el principal instrumento legal con el que cuenta el Estado y la sociedad para avanzar en la búsqueda de nuevos acuerdos con aquellas organizaciones armadas al margen de la ley, que persisten en justificar el uso de las armas y de las acciones terroristas con fines políticos.
La insistencia del gobierno a desconocer los protocolos sobre el procedimiento a seguir en caso de la ruptura de los diálogos de paz —en los cuales se le brinda garantías a los voceros de la parte en conflicto para su regreso al país— crea un manto de duda y desconfianza sobre la seriedad de la palabra empeñada por el Estado, dificultando que al menos en los próximos 4 años países amigos en la búsqueda de la paz en Colombia vuelvan a ofrecer sus buenos oficios para iniciar unos nuevos acercamiento con los grupos insurgentes y explorar nuevas alternativas que permitan poner fin a la violencia y brindarle plenas garantías de seguridad y convivencia pacífica a los colombianos.
No podemos caer nuevamente en la trampa de privilegiar la salida militar para derrotar a las organizaciones armadas, acciones que implicarían más costos en vidas humanas, mayor inversión para la guerra en afectación de la inversión para solucionar las inmensas demanda sociales de la población más vulnerable, y detrimento de la seguridad, la libre movilidad de los ciudadanos por el territorio nacional, la reproducción de una nueva época de violencia política y la desconfianza de los inversionistas extranjeros en desarrollar nuevos proyectos económicos en nuestro país.