Un hombre gris. Gris y genio. Eso es Bill Gates, el billonario de la informática que desde temprana edad mostraba un increíble talento en lo relacionado con los ordenadores y unas pobres capacidades de liderazgo y relacionamiento con otras personas. Antes de cumplir los 20 años, ya había dejado sus estudios en la prestigiosa Universidad de Harvard y rechazado una jugosa oferta laboral en una compañía hidroeléctrica de Canadá para dedicarse de lleno a su pasión: el trabajo con computadores.
Ahora que Netflix posó sus ojos en Gates y decidió realizar un documental sobre sus esfuerzos de filantropía a lo largo del planeta (los cuales lleva a cabo junto con su esposa Melinda), se hacen públicos detalles sobre su vida que antes se desconocían. Por ejemplo, como si ignorara por completo la palabra empatía, tenía una peligrosa facilidad para imponer jornadas laborales inhumanas a sus trabajadores. El metraje, que está dividido en tres episodios, deja en evidencia que la razón que lo llevó a ser un pésimo jefe era su temor a no tener los medios suficientes para pagar la nómina de Microsoft en sus inicios. Ante la necesidad, casi siempre inminente, de obtener contratos con grandes empresas, sumado a lo reducida que era la mano de obra disponible, no tenía más opción que alargar las jornadas y obligar a sus subordinados a hacer exactamente lo mismo. "No creía en los fines de semana, no creía en las vacaciones" afirma Gates.
El ritmo de trabajo era frenético. Las promesas de una vida independiente, con libertad para elegir prioridades y ahondar en los conocimientos cada día cambiantes de la tecnología, rápidamente, se convirtió en falacia. Con sus gafas y atuendo 'nerd', Gates merodeaba los escritorios de cada uno de sus empleados para verificar a qué dedicaban su tiempo y si, efectivamente, seguían sus ordenes. "Me sabía todas las matrículas de mis empleados, de modo que podía saber quién estaba aquí y quién no" asegura entre risas.
Este tipo de decisiones le costarían su mayor amistad con el paso de los años. Paul Allen, con quien se conocía desde la escuela, fue su principal allegado y acompañante durante sus primeros pasos en el mundo de la informática. Sus logros iniciales, cuadrar los horarios de más de 400 alumnos de un colegio y ordenar las tareas del departamento de tráfico de Seattle, fueron conseguidos en equipo, Gates y Allen, y de a poco comenzarían a proyectar lo que sería el gigante que más tarde tomaría el nombre de Microsoft.
Sin embargo, ambos confundadores tenían visiones distintas de la vida. Por eso, en 1981, cuando Allen decidió viajar a las instalaciones de la NASA a presenciar el despegue de un transbordador espacial jamás pensó que esto convertiría sus días en Microsoft, de ahí en adelante, en una pesadilla. Gates se enfureció y lo acusó de no tener sentido de pertenencia por la compañía. También lo calificó como el principal responsable del incumplimiento de un importante contrato con IBM, que consistía en la entrega de un sistema operativo. Dicho sistema era el MS-DOS, la joya que lanzó a Microsoft a la fama y lo posicionó como un referente mundial en temas de software.
Dos años después, padeciendo la enfermedad de Hodgkin, Allen renunciaría. Con el paso de los años, y gracias a un trasplante de médula ósea, se recuperaría. Eso sí, no volvería a tener una buena relación con Bill Gates. Un hombre frío y calculador, del cual su esposa advierte que no le gustaría estar "dentro de su cerebro", y del que ahora se podrá conocer más a través del documental sobre su vida y obra. Porque, a pesar de ayudar a curar plagas y hambrunas, también tiene defectos, como cualquier otro ser humano promedio.