Premios, gloria y fortuna
Opinión

Premios, gloria y fortuna

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junio 22, 2013
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Nada hay comparable a la gloria y más, si viene acompañada de metálico. Antes de los medios masivos de comunicación se creía que la fama se ganaba por méritos, fuesen del bien y por supuesto, del mal. No hay, ni habrá Jesús sin Pilatos, yin sin yan, blanco sin negro. Ahora sabemos que no dura y puede obtenerse de mil maneras. E incluso, teniéndola, puede ser nada, porque a nadie importa.

La fama, conocida por los romanos como Voz Pública, fue hija de la Tierra, habitaba el centro del orbe, vivía en un palacio de mil aberturas sonoras por donde entraban y salían las voces, y era asistida por la Credulidad, el Error, la Falsa Alegría, el Terror, la Sedición y los Falsos Rumores. Todo ello habita ahora en los treinta segundos de todos los televisores del mundo.

Si para hacerse rico no es necesario ser famoso, en el inframundo de la literatura, nadie puede serlo sin la fama y sin los premios que depara el poder y que el galardonado alcanza mediante la venta de sus libros, los viajes y el reconocimiento si no, del señor presidente, si de algunos de sus ministros, directores generales, confidentes, mayordomos y bien cierto, embajadores. Sin embargo la gran ilusión, la ciertamente visible y aparentemente perdurable, la deparan los Premios sostenidos por las sumas en firme.

Don Manuel Terrín en compañía de algunos de sus 1400 trofeos literarios. - Premios, gloria y fortuna

Don Manuel Terrín en compañía de algunos de sus 1400 trofeos literarios.

Cada país tiene los suyos, pero es España la que pone la marca más alta, con unos de 1600, varios de los cuales son o Premios Políticos o Sociales, otorgados por Cajas de Ahorros, Alcaldías y Diputaciones, y los Económicos, dedicados al mercado internacional del libro y los de “novela” Planeta, Nadal, Biblioteca Breve, Lara, Plaza y Janés, Lengua de trapo, Primavera,  Alfaguara, etc., cuyas dotaciones económicas oscilan entre los 300 y 700.000 euros según la Guía de Premios y Concursos Literarios, con 500 para narradores y unos 450 para poetas y sólo 62 para ensayo y 70 para teatro.

El 9 de setiembre de 1981, un año, diez meses y trece días antes de ganar el Premio Nobel, Gabriel García Márquez escribía que luego de una larga vida como periodista y escritor, (tenía más de cincuenta años), solo podía arrepentirse de haber ganado dos laureles, uno en 1954 patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, con un cuento sin terminar, y el otro, en 1962, de la Esso Motor Company, con tres mil dólares de gaje, con una obra que no tenía título y hoy es conocida como La mala hora, porque según el emisario de los patrocinadores, “nadie había mandado ninguna obra que valiera la pena”. GGM nunca asistió a las premiaciones porque tuvo la impresión muy desapacible de haberse prestado a una farsa pública y una vez más a la promoción de una empresa que nada tenía que ver con la literatura.

Todo eso lo decía el genio de Macondo hace 28 años, cuando no habíamos pasado de la función del deslumbramiento a la edad del mercado y cabildeo y ni el Gouncourt, Femina o Medicis habían sido degradados a monarcas de la intriga, ni los críticos literarios eran redactores de planta o se alquilaban a las universidades bajo la férula de la diosa Ignorancia, ni los novelistas tenían columnas en periódicos y revistas para promocionar sus nombres.

Porque toda esta legión de beneficiarios de los erarios públicos, que escriben no por una necesidad ineludible sino para ganar concursos y prebendas, y garrapatean culebrones sobre cualquier cosa, incluso sobre poetas y asesinos de la conquista de América, deben tener presente que su gloria durara tanto como la de Don Manuel Terrín, un electricista de Córdoba que ha ganado la media pendejadita de 1720 concursos, 500 de ellos de narrativa y es famoso por ser desconocido.

Los inmortales nunca escribieron para que los invitaran a bailar merengue y soplar canutos en las Ferias del Libro y los Festivales de hoy. Escribieron bien porque dijeron las verdades de su tiempo, porque no fueron la voz de los establecimientos, y quienes leen saben que no mienten. Porque quien crea una voz, crea un destino y vivirá para siempre, como bien lo entendió Han Yu, un poeta chino que conocí en el siglo VIII, y me dijo:

Todo resuena cuando se rompe el equilibrio.
Las  yerbas son silenciosas,
pero si el viento las agita,  silban.
El agua calla,
pero si el aire la mueve,  repica;
las olas mugen: algo las oprime;
la cascada se precipita: le falta suelo;
el lago hierve: algo lo calienta.
Son mudos los metales y las piedras,
pero si algo los golpea, rechinan.

 Así el hombre. 

Si habla, es que no puede contenerse;
si se emociona, canta;
si sufre, se lamenta.
Todo lo que sale de su boca
se debe a una rotura...
Cuando el equilibrio se fragmenta,
el cielo escoge entre los hombres
aquellos más sensibles y los hace hablar.

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Juan Manuel Roca

Petrarca y la fama

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