Esta nota va cargada de preguntas sobre el entendido de que urge una lectura más reflexiva de los ritmos de vida colectiva.
Hace apenas unos años, la humanidad toda se debió encerrar y aislar de sí misma para detener una pandemia global mientras se creaba la vacuna respectiva y se especulaba con su distribución. Se trastocó entonces el sentido y los ritmos de la sociedad contemporánea: ¿Cómo mantener vínculos si nos toca separarnos?¿Cómo sostenemos el trabajo y la vida productiva en medio del riesgo sanitario?, ¿Cómo movernos y afrontar la ruptura de la cotidianidad?, ¿Cómo valorar lo que se debe proteger en primer lugar?, ¿Cómo cuidar la salud común en las circunstancias que emergen?, ¿Por qué se da el virus y hasta dónde es producto de la crisis planetaria en las condiciones de continuidad de la vida? Este tipo de preguntas se hacían de forma dramática en esa coyuntura, varias de ellas no tienen respuesta aún y hasta se han olvidado, hemos vuelto a las normalidades con sus aceleraciones, competencias y disonancias.
Enseguida, hace unos tres años Colombia se conmovió con la protesta popular conocida como el estallido urbano de 2021; hay quienes valoraron esas movilizaciones como una calculada toma guerrillera que buscaba desordenar el país, como si ya no estuviera descuadernado y cansino desde hace décadas, entonces decían: “hay que controlar y castigar los vándalos”; pero hay quienes la determinan como una verdadera revolución impulsada por multitudes citadinas precarizadas que demandaban respuestas de un gobierno autista bajo la consigna “el pueblo no se rinde carajo”… la evolución posterior aún no está muy clara respecto a los alcances de las reclamaciones y a las respuestas institucionales concretas, por ejemplo: ¿Qué avances hay respecto a la situación social de las ciudades colombianas que protestaron radicalmente?
Se suman a los dos escenarios anteriores las circunstancias de variabilidad climática generada a instancias del fenómeno del calentamiento global y de sus efectos en nuestros territorios de trópico meridional que exigen adaptabilidad a los cambios, transición energética, rectificación ecológica y renovadas medidas de cuidado y expansión de la vida. En la lista de urgencias se sigue la necesidad de desenmarañar y potenciar los pendientes de los procesos de paz para superar el conflicto armado, tan conectado en estos tiempos a las economías ilegales de la cocaína que asfixian nuestras comunidades, tanto en los lugares más rurales y selváticos como en las orillas de las ciudades asediadas por el abuso de alucinógenos. Al respecto vale interrogar: ¿podemos avanzar de forma más decidida en la agenda ambiental del país?, ¿cómo cumplir los acuerdos de paz suscritos y avanzar los que están en mesas de diálogo?
Para actuar frente a semejantes variables los enfoques han sido opuestos de acuerdo a la interpretación del complejo momento de ebullición social territorial: sectores políticos tradicionales se han planteado reconstruir la economía y las instituciones, mediante un proceso de reactivación que implicaría renovar acuerdos de cúpulas a partir de nuevas agendas productivas y de funcionamiento del Estado, desde una perspectiva bastante restringida respecto a las demandas colectivas; las expresiones progresistas consideran que ha sido el momento de instalar una agenda de gobierno centrada en la escucha de los reclamos históricos de las poblaciones, para volverlos reformas sociales y oportunidades hacia el país precarizado. Caben aquí más cuestionamientos: ¿qué es lo que se está reactivando en Colombia?, ¿se mantiene la vieja agenda con sus guerras y corrupciones?, ¿avanzamos en la agenda de transformaciones democráticas que integran sectores excluidos de los bienes comunes de la nación?
¿Aguanta una sociedad la coexistencia cruel entre la precarización de las mayorías y los privilegios para unos pocos?
En este momento se siente la tensión de esas rutas, pero el país no avanza ni hacia las necesarias y anheladas reformas sociales, ni hacia esa pulsión reconstructiva de una institucionalidad del siglo pasado que ya ha demostrado le queda estrecha a la diversidad nacional. Más allá de las consignas y de las posiciones ideológicas que inundan las redes y medios de comunicación, las preguntas que siguen latentes son: ¿aguanta una sociedad la coexistencia cruel entre la precarización de las mayorías y los privilegios para unos pocos?, ¿semejante desorden institucional hermanado con la corrupción en los diversos niveles territoriales, podrá permitir implementar alguna reforma particular?, ¿serán capaces la clase política y gremial, los liderazgos sociales y los agentes de las guerras y violencias actuales, de pulsar los ritmos y demandas colectivas, más allá de los intereses y espacios que cada cual ocupa para que encontremos salidas?, ¿vamos acaso a nuevos y más enconados choques políticos?
Se necesita hacer balances en el camino para afrontar un escenario complejo con más creatividad y consistencia pública, lejos de las viejas componendas de espaldas a las mayorías; pero especialmente requerimos mayor consideración por los bienes comunes y por una democracia eficaz frente a los desequilibrios de poder y a las mayúsculas desigualdades que crecen en medio de estos mares embravecidos que son la Colombia de hoy.