La palabra posverdad ha emergido en las últimas décadas como una de las más resonantes en el ámbito político, mediático y cultural. El término, que hace referencia a la situación en la que los hechos objetivos son menos influyentes que las emociones y las creencias personales, revela una profunda transformación en la manera en que las sociedades modernas interpretan la realidad. Estas líneas pretenden entretejer, enlazar y analizar cronológicamente la evolución de la posverdad y su vínculo con el concepto de "lenguaje olímpico", una metáfora que busca ilustrar cómo, en un mundo globalizado, las narrativas adaptables y emotivas se han vuelto el nuevo lenguaje dominante de la humanidad.
La categoría posverdad no surgió de la nada. Durante la segunda mitad del siglo XX, se gestó un ambiente propicio para que este fenómeno se manifestara. En los años 60 y 70, la era posmoderna cuestionó las nociones tradicionales de verdad, objetividad y autoridad, especialmente en el ámbito académico. Filósofos como Michel Foucault y Jacques Derrida hablaron del poder del lenguaje y de cómo las estructuras de poder definen lo que se considera verdadero o falso.
Con el avance de la televisión y los medios de comunicación masiva en estas décadas, la manipulación de imágenes, discursos y hechos comenzó a formar parte integral de la política y la cultura popular. Sin embargo, no fue hasta principios del siglo XXI que el concepto de posverdad se materializó plenamente.
El concepto de posverdad ganó relevancia global durante la década de 2010, especialmente en el contexto de dos eventos significativos: la campaña presidencial de Donald Trump en Estados Unidos he incluso, el “atentado contra su vida” el pasado julio de 2024 y, el referéndum del Brexit en el Reino Unido, ambos en 2016. En ambos casos, la propagación de información falsa o manipulada, disfrazada de "verdad emocional", jugó un papel crucial en los resultados finales.
En 2016, la expresión posverdad fue elegida la palabra del año por el Oxford English Dictionary, que la definió como "circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y las creencias personales". Este reconocimiento oficial subrayó cómo las plataformas digitales y las redes sociales facilitaron la difusión de desinformación a escala global.
La emergencia de un "lenguaje olímpico" puede entenderse aquí como una referencia al tipo de narrativa grandiosa, persuasiva y altamente emotiva que trasciende fronteras nacionales y culturales. Al igual que los Juegos Olímpicos, donde se celebra una competencia global de destrezas, el nuevo lenguaje de la humanidad en la era de la posverdad busca imponer historias que resuenen emocionalmente en todos, sin importar la veracidad de los hechos.
La era digital, marcada por la explosión de las redes sociales y los motores de búsqueda, exacerbó la tendencia hacia la posverdad. Plataformas como Facebook, X y YouTube, con sus algoritmos que priorizan el contenido que genera más interacciones, fomentaron la difusión de noticias sensacionalistas y desinformación. En este entorno, los hechos pasaron a un segundo plano, mientras que las emociones y las convicciones individuales se convirtieron en el eje del discurso público.
Es aquí donde el lenguaje olímpico de la humanidad se fortalece. Las narrativas emotivas tienen una capacidad increíble para traspasar las barreras idiomáticas y culturales, apelando a sentimientos universales como el miedo, la esperanza y la indignación. A través de memes, vídeos cortos y eslóganes simplificados, los mensajes se diseminan con rapidez, afectando profundamente el comportamiento colectivo y las decisiones políticas.
Un ejemplo paradigmático de esta evolución es el auge de los movimientos antivacunas, que, a pesar de la abrumadora evidencia científica que respalda la seguridad de las vacunas, han ganado terreno gracias a la difusión masiva de información emocionalmente cargada, pero falsa. El lenguaje olímpico, en este contexto, es uno que prioriza el impacto emocional sobre la razón.
A medida que avanzamos en la década de 2020, la posverdad y el lenguaje olímpico parecen consolidarse como elementos integrales de la sociedad moderna. Los avances en inteligencia artificial y en tecnologías de realidad virtual pueden incluso intensificar la capacidad para manipular la percepción pública. Deepfakes y la manipulación de imágenes y videos son solo algunas de las herramientas emergentes que permiten crear realidades alternativas más convincentes.
Frente a esta situación, el desafío radica en cómo las sociedades pueden adaptarse para combatir la desinformación sin limitar el libre flujo de ideas. Las instituciones educativas, los medios de comunicación y los líderes políticos tienen la tarea monumental de crear mecanismos de resistencia que promuevan el pensamiento crítico, el escepticismo razonable y el compromiso con los hechos verificables.
Sin embargo, no hay duda de que el lenguaje emocional seguirá siendo una herramienta poderosa en la política y la cultura global, tal como lo ha sido desde los inicios de la humanidad. Lo que está en juego es la capacidad de equilibrar este poder con un anclaje más firme en la verdad objetiva.
El análisis epistemológico y ontológico de la categoría posverdad en el contexto americano, particularmente en relación con las elecciones en Venezuela, el caso de Javier Milei en Argentina y la presidencia de Gustavo Petro en Colombia, entre otros países, puede abordarse de la siguiente manera. Epistemológicamente, la posverdad desafía la idea tradicional de que el conocimiento y la verdad se basan en evidencia objetiva y verificable.
En estos contextos, la información se utiliza no tanto para informar, sino para reafirmar creencias preexistentes, sesgo de confirmación (Arendt). Una primera referencia son las elecciones de Venezuela del 28 de julio, la narrativa oficial y la oposición manejan versiones diferentes de la "verdad", dependiendo de sus intereses políticos, lo que polariza aún más a la población. En este caso, la posverdad se manifiesta en la desconfianza generalizada hacia las instituciones electorales, lo que lleva a la creación de múltiples narrativas que buscan legitimar o deslegitimar los resultados, dependiendo de la perspectiva ideológica.
La segunda referencia nos ubica en Argentina, Javier Milei ha utilizado retóricas disruptivas que apelan a la emoción, la frustración y la desesperanza, desviando la atención de hechos comprobables en favor de un discurso que resuena con las percepciones subjetivas de ciertos sectores; además, su discurso radical desafía las nociones convencionales de la política y la economía. Sus seguidores adoptan una visión casi mesiánica de su figura, basada más en la fe en sus promesas que en un análisis crítico de sus propuestas.
Como tercer referente está Colombia, las dinámicas de comunicación y desinformación han jugado un papel en la percepción pública de la presidencia de Gustavo Petro, la cual también ha estado marcada por una guerra de relatos, donde la posverdad juega un rol en la percepción de su gobierno. Las redes sociales y los medios de comunicación a menudo amplifican mensajes que, más que informar, buscan movilizar emocionalmente a la población, alimentando divisiones y desconfianza.
En correlato, la relación entre la posverdad y las corrientes ideológicas en el poder, como el capitalismo, el progresismo, y el nacionalismo, revela cómo estas ideologías aprovechan la posverdad para consolidar y legitimar su dominio, adaptándose al contexto político y social de cada región.
En el dominio del Capitalismo, la posverdad, como “lenguaje olímpico” de la posmodernidad, puede verse como un mecanismo que facilita la manipulación del mercado y la opinión pública. Jean Baudrillard, en su obra "La sociedad de consumo", sugiere que, en la sociedad capitalista, la realidad es reemplazada por simulacros y signos, donde la verdad objetiva es menos relevante que la percepción creada por el mercado y la ancestral, pero, siempre vigente “mano invisible” de Adams Smith, partero del capitalismo. Esta perspectiva encaja con la noción de posverdad, donde las narrativas de éxito económico o crisis pueden ser infladas o minimizadas para servir a los intereses de las élites económicas.
El Progresismo, que aboga por reformas sociales y económicas estructurales para alcanzar una mayor equidad, también se ve afectado por la posverdad, especialmente cuando sus detractores utilizan tácticas de desinformación para deslegitimarlo, caso oposición en la Colombia actual. Sin embargo, también hay casos en los que ciertos sectores progresistas han sido acusados de utilizar narrativas posverdaderas para promover agendas políticas. Nancy Fraser, en su trabajo sobre "la justicia en la globalización", destaca cómo los discursos progresistas pueden ser cooptados y distorsionados, vaciando su contenido real para crear una apariencia de progreso sin cambios estructurales significativos.
En la presidencia de la “Esperanza del Cambio” en Colombia, la posverdad ha jugado un papel en cómo se percibe su administración. Sus adversarios, políticos, ideológicos y económicos a menudo utilizan la desinformación para erosionar la confianza pública, mientras que algunos de sus aliados podrían exagerar los logros de su gobierno, creando una percepción de avance que no siempre se refleja en la realidad.
El Nacionalismo, por su parte, se nutre de la posverdad al construir narrativas que exaltan la identidad nacional, que, en el caso colombiano, la identidad es de tipo regional, costeños, pastusos, santandereanos, vallunos, paisas y, demonizan al "otro". Esta ideología es particularmente susceptible a la posverdad, ya que la verdad objetiva sobre la historia, la economía, o las relaciones internacionales puede ser manipulada para fortalecer el sentido de superioridad nacional o para justificar políticas excluyentes. Benedict Anderson, en su libro "Comunidades imaginadas", explica cómo las identidades nacionales se construyen a partir de relatos compartidos, lo que en un contexto de posverdad puede llevar a la creación de mitos nacionalistas que no tienen base en la realidad.
El caso argentino de Javier Milei puede verse como una manifestación de nacionalismo económico y cultural, donde la posverdad alimenta una visión distorsionada del pasado y del presente del país. Su discurso contra las "élites globalistas" y su defensa de una Argentina soberana a menudo se basa más en apelaciones emocionales que en hechos verificables.
Los hilos que entretejen la posverdad son complejos por factores multidimensionales; ha transformado profundamente la forma en que se comunica y se percibe la realidad en el siglo XXI. Al igual que los Juegos Olímpicos, donde los atletas compiten por ser los mejores en sus disciplinas, la lucha por el dominio narrativo en la era de la posverdad es una competencia mundial en la que las emociones parecen ser el arma más efectiva. El lenguaje olímpico de la humanidad es, en última instancia, un reflejo de nuestra capacidad para conectar emocionalmente, pero también de nuestra vulnerabilidad frente a la manipulación. Si bien es probable que la posverdad continúe influyendo en la política y la cultura global, es vital que la sociedad mantenga un equilibrio entre la emoción y la razón, entre la narrativa atractiva y los hechos objetivos, para garantizar un futuro más informado y menos manipulado.
Este cambio epistemológico y ontológico tendría implicaciones significativas para la democracia y la cohesión social en la región; y es así como, el académico Lee McIntyre, en su libro "Post-Truth" (2018), argumenta que la posverdad no se trata simplemente de mentir, sino de socavar la confianza en la verdad misma. Esto es evidente en los tres países citados en esta aproximación al “lenguaje olímpico de la humanidad en la era posmoderna, la posverdad; donde la confusión y la desconfianza en las fuentes de información son el pan de cada día.
En la actual sociedad de la posverdad y la desinformación, es necesario adoptar una estrategia multifacética que involucre a gobiernos, instituciones educativas, medios de comunicación y ciudadanos. Algunas de las estrategias más prometedoras podrían ser, Educación mediática: Fomentar el pensamiento crítico y enseñar a los ciudadanos a evaluar la credibilidad de la información. Verificación de hechos: Desarrollar herramientas y plataformas para verificar la veracidad de la información en línea. Alfabetización digital: Equipar a los ciudadanos con las habilidades necesarias para navegar por el entorno digital de manera segura y crítica. Colaboración entre plataformas: Las plataformas digitales deben colaborar para combatir la difusión de noticias falsas y la manipulación de la información. Transparencia de los algoritmos (Debate ético en la película Justicia Artificial de Simón Casal de Miguel): Las empresas tecnológicas deben ser más transparentes sobre cómo funcionan sus algoritmos y cómo influyen en el contenido que vemos Fortalecimiento e independencia del periodismo de calidad: Apoyar a los medios de comunicación que se comprometen con la verificación de hechos y la producción de información confiable.
El remate de estas puntadas debe servir de reflexión y análisis para elaborar auténticas colchas de retazo, tejidas con los hilos de la lógica y el razonamiento sobre los hechos, que iluminen la oscuridad que encierra la posverdad y nos convierta en verdaderos atletas del lenguaje olímpico de la verdad, por encima de la frágil, cambiante y subjetiva emocionalidad que encierra el placentero sesgo de confirmación en todo el espectro ideológico.
@apostolfin