Compró el celular con la prima de diciembre. Grande, extraplano. De aquellos que otrora llamaríamos panela, pero que hoy son sinónimo de estatus. Desde que lo adquirió, no pasaban tres minutos sin que consultara la pantalla táctil y la limpiara con el dorso de la camisa. Estaba feliz. Se lo mostraba con orgullo a todos sus amigos como si se tratara de un trofeo.
— Lo compré barato–, se ufanaba.
— ¿Cuánto?
— Millón setecientos, pero con un 30% de descuento.
— Ja, ¡valiente ganga! Con esa plata compro ropa y lleno el perchero.
— Ropa sí, pero no distinción. Vos sabés, no todos tienen un teléfono como éstos.
Desde ese momento su vida cambió. A duras penas saludaba a su esposa y miraba a sus hijos. Se limitaba a un lacónico “Hola”. De inmediato se ponía a chatear. Y para llamarlo a cenar, bastaba con enviarle un mensaje de texto: “Ya está servido. Lo esperamos en la mesa”, así se encontrara a menos de tres metros de distancia. Leía el correo y la prensa online, descargaba vídeos y hasta veía allí la televisión. “Esto es una maravilla”, repetía con la misma fascinación de Aureliano Buendía cuando su padre lo llevó a conocer el hielo allá en Macondo.
Toda su existencia giraba alrededor del celular, hasta que se le perdió. No recordaba dónde. Marcó a su número, pero habían apagado el aparato. Se iba a buzón. Emprendió la yincana por el restaurante, la farmacia, el centro comercial y el último sitio en el que había estado. Todos coincidían en asegurar: “Aquí no lo dejó.”
Incluso, un ladrón desocupado, que lo vio con ese desespero de secuestrado en fuga, le dijo con una sonrisa: “Si lo encuentra, me avisa”.
Sin teléfono móvil, sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Experimentaba una indescriptible sensación de vacío y ansiedad. Creía estar desconectado del mundo. Y me contaron hoy al llegar a la oficina, que lo vieron tramitando un crédito en el fondo de empleados, para comprarse uno nuevo, aunque más caro…