La guerra en Colombia se recicla. Tras numerosos procesos de desmovilización con distintas guerrillas y grupos paramilitares, auge y caída de los carteles de narcotráfico más fuertes que ha conocido el mundo, extradiciones, capturas, guerras y gobiernos, la violencia se ha transformado; toma distintos nombres y evoluciona. Es un monstruo de mil cabezas; por cada una que se corta salen diez más. Razones para explicar nuestro conflicto hay por montones; la Verdad, entendida como aquello que realmente detonó la guerra y la perpetuó hasta el día de hoy, está atada a múltiples interpretaciones ideológicas, políticas, y económicas. Prueba de ello son las distintas versiones que se establecieron desde todas las orillas de pensamiento en la Comisión de la Verdad. Existen, sin embargo, ciertos consensos. Algo en lo que concuerdan varias de estas visiones, por muy contradictorias que puedan ser, es que la ilegalidad está incrustada de raíz en nuestro país. En gran parte del territorio el estado está ausente; zonas donde los grupos armados desafían con arrogancia la supuesta soberanía del estado, burlándola y enfrentándola abiertamente. En casi todo es débil, fácil de burlar, poco efectivo. El imperio de la Ley, establecido en nuestra carta magna, se queda en letras.
A pesar del largo trecho que aún hay que recorrer para lograr la tan anhelada paz, de los complejos desafíos que estamos enfrentando como nación, y de los retos que surgen por millares y seguirán apareciendo, la importancia de la coyuntura actual es incuestionable. Al pactar la finalización del conflicto armado más viejo del continente, estamos por fin, como país, conquistando una victoria simbólica. En términos teóricos, el acuerdo de paz es admirado mundialmente por su nivel de detalle, minuciosidad, justicia e inclusión, sin embargo, la prueba de fuego será su implementación fáctica. Las guerrillas en Colombia, más que la causa de la guerra y la violencia, son un reflejo de problemáticas sociales, dinámicas económicas y políticas profundas y complejas. Teniendo en cuenta lo anterior, es clave identificar y atacar estructuras criminales que regulan la realidad económica, política y social de muchas regiones para hablar realmente de construcción de paz estable y duradera.
Es, cuando menos, inquietante ver cómo se transforma la violencia y se empieza a expresar de distintas maneras. ¿Cómo hablar de pos-conflicto, si apenas las FARC dejan territorios en los que fueron ley y orden por muchos años, llegan otros actores armados al margen de la ley y se proclaman como la nueva autoridad? Bacrim, urabeños, águilas negras, autodefensas gaitanistas, clan del Golfo, clan Úsuga, rastrojos. Reiteradas veces, el gobierno ha insistido en que son tan solo redes de crimen común. No hay un reto al Estado nacional, ni a su soberanía, sin embargo, esta posición contrasta fuertemente con la realidad de las regiones, donde la sombra del paramilitarismo parece resurgir. ¿Las preocupantes cifras de asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos y reclamantes de tierra son producto, acaso, de organizaciones criminales sin ningún tipo de agenda política, siguiendo la tesis del estado? Seguir tratando a este fenómeno como una situación marginal puede significar la perpetuación de una guerra resistente a ser acabada, y darle vida a fantasmas de nuestro pasado que se creían muertos.