Ya en mis años de estudiante se nos advertía sobre los hechos que vendrían. Carlos Gómez Restrepo, otrora rector de la universidad de La Salle, se dirigía a un grupo de aspirantes a licenciados, instándonos a la necesidad de prepararnos para el escenario del futuro, a educar para el posconflicto. De forma casi obsesiva lo repetía: “tienen la responsabilidad de educar a la nación para el posconflicto”.
Nos sonaba algo irrisorio. La guerra seguía álgida, y pedirnos educar a un país que sin conflicto interno sería como un paraíso terrenal —creíamos— sonaba tautológico. ¿Cómo educar a una nación que solamente ha vivido en la guerra para la paz? Cuando la gente es feliz generalmente es buena, decía Héctor Abad en el libro de moda de ese entonces. Las palabras de nuestro bienamado rector eran proféticas, y qué lejos estábamos de comprender el escenario que se nos venía encima. Nunca pasó por nuestras impúberes mentes el pensar que un amplio sector de la sociedad colombiana se opondría a lo que para muchos sonaba utópico, y no avizoramos que el reto era real: la educación tendría la gran tarea histórica de preparar a un país entero para la reconciliación, para la justicia y la reparación, para la verdad, para la paz.
El consabido mantra “somos una nación que no lee” se hace más real que nunca en estos tiempos aciagos para el proceso de paz con la guerrilla más antigua del continente que tanta sangre, sudor y lágrimas ha costado a la nación, pues ha sido a base de mentiras, de desinformación y de manipulación que hemos llegado a este estado límbico en el cual no atinamos a determinar qué va a pasar ahora con lo mucho que se ha avanzado a este respecto. No leímos los acuerdos y ello nos costó un plebiscito que en vez de ser una victoria aplastante del sí (lo que debió ser), fue una victoria del no, con mentiras como “nos van a imponer la ideología de género”, “van a quitar las pensiones para pagarle a las Farc”, “si usted no apoya el aborto vote no en el plebiscito”. Mentiras, como su mismo gerente de campaña lo reconoció. Una simple lectura de los acuerdos finales hubiera bastado. Al poco tiempo, no leímos bien el eslogan (entre líneas) del uribismo en campaña: “cualquier otro candidato nos va a volver otra Venezuela”, con la consiguiente imagen de Marta Lucía en un supermercado del hermano país, posando con angelical rostro frente a unos estantes vacíos para convencernos de la falacia. Cuánta bajeza y falta de sentido de humanidad el usar la tragedia de un país vecino para aprovechar la falta de información del electorado, para justificar nuestra falta de discurso político y de una apuesta clara por las verdaderas necesidades del país. Cabe anotar que tal forma de hacer política se convirtió en un clásico y ahora toda la atención de la susodicha se dirige a pontificar sobre Venezuela y olvida las necesidades de su propia nación. Pero eso no es lo más triste, lo peor es que a sabiendas de tales cosas, aún se apoya y se justifica su discurso.
Y para cerrar esta reflexión con broche (no sé si de oro), nos estamos dando cuenta de que tampoco leímos la ley estatutaria de la JEP. Nos limitamos a esperar a que nuestro subpresidente dijera que objetaba tal y cual cosa (lo cual era de esperarse) y tomar como verdad universal lo que saliera de su mesiánica boca (mesiánica, sí, porque se comporta como el mandadero de una divinidad). La letanía de moda en estos días es “los violadores de niños deben pagar cárcel”, atendiendo a la consabida estrategia de manipulación de Chomsky que invita a manipular las emociones para evitar que las personas utilicen su capacidad de raciocinio, y así generamos descontento en la población y conseguimos que cualquier objeción a la ley estatutaria suene bien. Se da por iniciado así el proceso de hacer trizas el acuerdo de paz con las Farc, que es “el primer desafío del centro democrático” como diría Fernando Londoño, y se contempla la macondiana posibilidad de revivir un conflicto que considerábamos superado.
Y todo por no leer. Por no comprender que somos la nación del posconflicto, con sus pros y sus contras. Por considerar la reconciliación una debilidad política y no una posibilidad ética. Pido perdón por no haber estado preparado para tal escenario, pero la paz me parecía una utopía demasiado feliz para ser real, y en estos días vuelve a parecerme lo mismo.