Había sido un año difícil para todos; casi inexplicable. Día tras días, el tiempo, justo a punto de agotarse, condenaba a cualquier promesa a la vergüenza de la frustración. Incluso, las voluntades más orgullosas y valientes se empezaban a sentir heridas por ese amargo sabor que trae siempre equivocarse, una y otra vez. Todo resultó demasiado incierto y gravemente confuso. El esperado despertar nunca llegó y la rabia se acumuló en todos como un charco marrón y espeso. El silencio empezaba a tomarse confianza y la indiferencia, vanidosa y rejuvenecida, volvió a preparar su mejor traje. Las gentes parecían respirar piedras transparentes que las paralizaban. El año se desmoronaba ante la presencia de un lento y borroso ocaso invadido de nubes. Sin embargo, segundos antes de que todo se echara a perder, que la puerta más gallarda se cerrara y que la última luz se extinguiera, con pasos convencidos y satisfechos, luciendo un abrigo empapado de agua lluvia, como héroe en blanco y negro que regresa del fin del mundo, llegó -sin reproches- la Navidad.
La Navidad interrumpe la desesperanza. La temporada favorita de muchos, trae consigo un silencioso efecto pasajero que nos hace creer -y sentir- que podemos ser mejores y que al otro, por fin, cabe darle una oportunidad más. Familias que se reúnen ante un pesebre luego de largos meses de distancia y embotamiento; amigos que vuelven a encontrarse y dejan atrás las espinas que crean las vidas cuando se empiezan a perseguir a sí mismas; desconocidos que coinciden y entablan breves conversaciones por la vana excusa de la época. La Navidad es un recordatorio de la mejor versión de nosotros: una ilusión, un abrir y cerrar de ojos, un bocado.
Al observar estas fechas con mayor detenimiento, lo que parece suceder es que hacemos una tregua con nuestra emoción gobernante: el egoísmo. Le concedemos unos días para descansar; un justo reconocimiento por su arduo y constante trabajo en el año que está por acabar. Es innegable que de enero a noviembre vivimos tan obsesionados con nosotros mismos que los otros se hacen imposibles, o en el mejor de los casos, improbables. Enamorados de eso tan reducido y peregrino que somos, olvidamos al resto, lo obviamos, lo damos por sentado y así, lentamente, lo vamos perdiendo.
Al observar estas fechas con detenimiento,
parece que hacemos una tregua con nuestra emoción gobernante: el egoísmo.
Le concedemos unos días para descansar
Afirma el Dalai Lama que el egoísmo es la causa primaria de la violencia. No se equivoca. Hoy en día, parecemos niños caprichosos, sumidos y concentrados en una esquina húmeda, que abrazan ardorosa y celosamente un juguete invisible; que desbaratamos y volvemos a armar hasta el cansancio. Todos los demás, los otros, nos parecen extraños sospechosos que urden planes para robarnos ese juguete que no existe. Vivimos la insatisfacción a plenitud y permitimos que la ira nos abrase con sus llamas. Gritamos, empujamos, disparamos: todo lo posible por estar a salvo, por proteger nuestra preciada infelicidad. El juguete además de no existir reviste un precio exagerado: la circular frustración que impide la dicha. Una trampa perfecta. Nuestra estafa favorita.
Bastaría con extender eso que somos en Navidad al resto del año para evitar la estafa. Preferir las visitas a las conversaciones instantáneas; pensar en lo que aprecian y disgusta a los demás, como cuando escogemos regalos, para aprender sobre la forma y funcionamiento de los corazones ajenos; abrazar a los viejos reducidos por nuestro olvido y contemplar el anhelo alborotado de los niños sentados alrededor de un árbol luminoso. La navidad es oír una respiración que se detiene por la sorpresa de una llamada inesperada, que se había tardado demasiado y que llega desde los confines de la tierra.
En un país de huérfanos de padres y de hijos, de amigos que no regresarán y aguantan gélidas y blancas temperaturas, de vecinos que se quedaron sin techo; una familia, un amigo y un hogar, son privilegios que no se pueden despreciar, adorándolos tan solo una vez al año. Navidad es una condición del espíritu humano, no una fecha que velozmente desaparece en el calendario.
¡Felices fiestas!
@CamiloFidel