Todos tienen su corazoncito
Armando viró a la derecha y hundió la pata, le gustaba poner su carro a toda mecha, ¡cómo quema adrenalina!, decía entre risotadas, y pensaba mientras maneja en el trabajo que acaba de dejar. Son las cinco, ya a la casa. Y pensó en la Valentina, de contabilidad, ¡qué buena que está y qué tetas tiene!, tocará botarle caramelos para comérsela después, y se rió otra vez. Y si me da calabazas, pues me como lo que hay en casa, se dijo mientras pensaba que le había salido en rima. Hundió más la pata y sintió el cabreteo de su carro, y el muy estúpido no supo frenar cuando se le aparecieron en mitad de calle unas niñatas y un tipo, plap, plup, plip y el golpeteo se oyó fuerte. Pero como el Armando, además de estúpido, parece ser un hijueputa, pues muerto del susto siguió su ruta, mirando cagado del susto por el retrovisor a cada rato. Limpió el carro como pudo y desde entonces es que se nos volvió locato. No volvió a la oficina, no salía, y el día en que apareció la noticia del trágico suceso se metió en él, poseído, y supo que de la familia que mató, sólo la mamá había resultado ilesa y la niña mediana, eran tres, quedó sin poder caminar. Al taita le reventó los sesos. Se fue de la casa y no volvió. Quedó a la entrada del edificio de la señora esa, como un mendigo amarrado a su esquina, y se emocionaba al verla pasar arrastrando una silla de ruedas. Una vez la de la silla de ruedas le botó unas moneditas.
Qué carajos es el amor
¿Qué carajos es el amor?, se preguntó mientras le pegaba un puntapié a cualquier papelito esparcido por el piso. Le va bien en la vida, si lo que preguntamos es que si vive holgado y cómodo, ¿cómo no?, buen trabajo, carro y casa, pero al pobre muchacho eso de las cosas del amor como que no le cuajan. Que intenta, da lo suyo, pero algo falla en el engranaje. Aburrido se fue al centro, en Barcelona que es donde vive, si no me quieren, me quiero, se dijo, y entró al famoso restaurante Balmori. No pidió la carta para no saber de precios, ¿para qué?, y dejó que la bella mesera con un llamativo toque de pintura entre las cejas escogiera por él, entrada llena de nombres, de plato principal la recomendación del chef, vino del Priorat cuya botella sola ya era una obra de arte y con cada plato la bella mesera le sonreía. Dos horas de ensueño y pide la cuenta. La mujer india le coloca un papel sobre la mesa. Sudó frío, jamás hubiera pensado que costara tanto, y miró a su mesera que le miró a él y le sonrió como nunca nadie en su vida le había sonreído. 616918525 indicaba el papel. Cuando le llegó la cuenta es que se dio cuenta que aquel número no era nada diferente a un número de teléfono celular. Pagó la suma verdadera, algo alta. Al salir, la bella muchacha esperaba en la puerta. -Namasté, le dijo, inclinando la cabeza y juntando las palmas a la altura de su pecho. La buena cultura del joven sabía que aquello era algo parecido a decir honro el lugar dentro de ti. Palpó en su bolsillo el papelito con el número telefónico y le respondió con el mismo gesto: namasté. Ya cree saber qué carajo es el amor.
Y hablando de …
Y hablando de literatos perdidos en la niebla, pues va este cortico.
Pescaito frito
El escritor de pequeños relatos está perdido, toma sorbo de vino tras sorbo de vino mirando a su amigo, encerrado en sus palabras, quien intenta explicarle sin éxito que en la literatura lo que uno escribe debe gustar, tiene que ser bueno, está sometido a las durísimas normas del mercado, a las injustas concepciones del mercader, a lo que llaman la ley de la oferta y la demanda, que haga de cuenta que cada relato que hace es como si fuera un pescado que debe vender, algo que tiene vida, pero está muerto, y nuestro amigo escritor no se visualiza en la pescadería con delantal de escribidor.