Hace algunos años escribí una columna en la que hablaba de por qué quería regresar a Colombia, estando en un lugar en el que tantos quisieran vivir. Hubo pocos comentarios, aunque como es común, algunos un poco negativos. Uno de ellos simplemente decía que yo estaba loco. Otro, que lo mío era puro romanticismo.
El adjetivo o el movimiento cultural que se elija para calificar mi intención en aquel entonces dependerá de la perspectiva desde la que se mire. O mejor aún: de lo que tenga en su interior quien emite la calificación. Yo tuve la fortuna de haber tenido todo lo que necesité para salir adelante, o incluso para seguir consiguiendo lo que consideré que me hacía falta; de tener comida en la mesa cuando tenía hambre, juguetes cuando estaba aburrido y ropa cuando tenía frío. Sobre mi casa había un techo, uno que no se volaba cuando el viento soplaba. Bajo mis pies había un piso, uno que no se desmoronaba cuando el agua bajaba por la loma en la que vivía. A lo que voy es no arranqué de ceros, como tantos. Y como pocos, no olvido lo importante que eso es para lo que soy y tengo hoy. Steven Pinker, en su libro “Salvar una vida – Cómo terminar con la pobreza”, tal vez lo explica mejor:
El economista y científico social ganador del Premio Nobel, Herbert Simon, estimó que el “capital social” es responsable de por lo menos el 90 % de lo que la gente gana en las sociedades adineradas. Simon estaba hablando acerca de vivir en una sociedad con buenas instituciones, tales como un sistema bancario eficiente, una fuerza policial que te proteja de los criminales, y cortes a las que puedas recurrir con una esperanza razonable de que tomen una decisión justa si alguien te incumple un contrato. Infraestructura en forma de carreteras, comunicaciones, y un suministro confiable de electricidad también hacen parte de nuestro capital social. Sin ellos, tendrás problemas para abandonar la pobreza, no importa qué tan duro trabajes. Y la mayoría de la gente pobre trabaja, por lo menos, tan duro como tú. Ellos no tienen otra opción, aun cuando la mayoría de gente en los países ricos nunca toleraría las condiciones laborales de los países pobres.
Yo me pregunto: ¿qué tiene de romántica la idea de compartir con otros aunque sea un poquito de lo que tengo, gracias en gran medida a la suerte? ¿Qué tiene de loco el hecho de que la pobreza y la ignorancia me indignen? ¿No son más locos quienes las ignoran? Yo nunca prometí venir a cambiar el país; yo ofrecí poner mi granito de arena. Y los invito a dudar de quienes lo prometen: un país se cambia entre todos. Yo no tengo vocación de caudillo ni quiero prometer cosas que no puedo cumplir. Aunque me gustaría ayudar a los millones de colombianos que no tienen sus necesidades básicas cubiertas, sé que es virtualmente imposible para mí. Pero eso no es lo que yo pretendo. Yo creo en las microrevoluciones. No puedo ayudar a millones, pero puedo ayudar a… ¡cuatro! (nota aclaratoria: cuatro es una cifra aleatoria, puede que sean menos, aunque espero que sean muchos más).Y con unos cálculos mal hechos, si el 20 % de los colombianos que tienen unos cuantos recursos de sobra (¡ojo! que no dije plata) ayudaran a cuatro de sus compatriotas, pues le daríamos vuelta a este país en una generación (y eso que noquiero aquí hablar del tan conocido 1 %, fenómeno de la mayoría de países occidentales).
Niños y niñas educados, bien alimentados y con oportunidades en la vida representan una oportunidad innegable de disminuir los niveles de violencia, robo y corrupción tan graves y vergonzosos que aquejan a nuestro país. Jóvenes educados, capaces de pensar críticamente, sin resentimientos, y seguros de sí mismos, se convertirán en buenos ciudadanos, en gente que respete la vida humana y no-humana, que cuide su ciudad, que proteja el medio ambiente, que cumpla la ley (recomiendo darle una miradita al estudio de Steven D. Levitt. ¡Ojo! No tragar sin masticar). Cuando la gente deja de preocuparse por qué va a comer hoy, por dónde va a dormir, o por cómo se va a curar, libera ancho de banda en su cerebro para mejorar y para ayudar a otros a mejorar. Hasta el 20 % que no tienen estas preocupaciones, se librarán de unas cuantas que sí tienen: “me van a robar”, “me van a matar”, “todos quieren lo que yo tengo”, “¿si activé la alarma”? Y por ahí derecho liberarían unos cuantos pesos para ayudar aún más (hoy prefieren gastarse la platica en rejas, en cámaras, en perros bravos, en vigilantes y en armas).
Aquí estoy, y sigue en firme mi oferta de poner un granito de arena. Ya empecé, y los invito a que también lo hagan, si es que no lo han hecho. ¿No saben por dónde empezar? Aquí les dejo algunas sugerencias (además del libro que mencioné más arriba):
- Plan Súper Amigos
- Aldeas Infantiles SOS
- Fundación Niños del Sol
- Kiva
- Fundación Contra la Malaria
- GiveWell (Interesante iniciativa: ¿Dónde poner su plata para que haga el mayor bien posible?)