Luego de 3 meses de que el COVID-19 nos moviera un piso que aunque con grietas considerábamos seguro, las acciones tomadas para tratar de detenerlo no han sido empresa fácil pese al avance tecnológico con que contaba la humanidad. Y a pesar de los logros en camino tan complejo, antes que tranquilizarnos el transcurrido encierro, debido a un entorno informático equívoco ha aumentado el desconcierto general sobre lo que podemos esperar de la pandemia.
Las opiniones divergen ampliamente. Unos piensan que, por el carácter de la amenaza, haber vuelto al orden natural de que la vida de la comunidad está por encima de todo y el Estado la asume como principal gestor, recluyendo a la mayoría mientras una selecta minoría cuida de los enfermos y consigue la comida de todos, ha sido la medida más apropiada.
Otros, sin argumentos ni propuestas concretas, piensan que las cosas se están haciendo mal ─porque requerirá nuevos sacrificios─ y que los resultados finales van a ser peores que la misma pandemia. Sentencia a futuro con carácter de verdad irrefutable que juega su pobre validez al deseado fracaso de lo único con que finalmente contábamos porque no había más con qué enfrentarla.
Basta que fue un hecho inesperado para la seguridad que nos deparaba un mundo en aparente progreso económico y libertad desmedida, que le permitía una ingenua esperanza hasta al más golpeado de que en algún momento tendría una retribución personal así fuera magra. Pero fue un golpe que no solo destruyó toda ilusión sino que fue mostrando en cámara lenta -gracias a la obligada atención fruto de la reclusión de las probables víctimas- las inmensas lacras del sistema que dentro de la barahúnda comercial pasaban inadvertidas para demasiada gente.
Como era de esperarse, por la magnitud y tipo de amenaza, el Estado tuvo que asumir la tarea de enfrentarla acudiendo a su vocación natural de proteger a todos los ciudadanos ante la imposibilidad de que lo hiciera una salud privatizada, cuyas limitaciones operacionales eran evidentes y el tamaño del reto no se ajustaba ni a su polémica organización y menos a su afán de lucro.
Apurados los gobiernos, debieron recurrir a todos las herramientas disponibles, pero su intervención afortunada ─pese a los avances alcanzados en circunstancias difíciles y los infortunios limitados respecto de los que se preveían─ se ha empezado a desconocer por motivos no precisamente transparentes, que necesariamente aumentan la angustia e incertidumbre de quienes se consideran sacrificados.
Comenzando por actitudes irresponsables de algunos mandatarios como Trump y Bolsonaro, que se han atravesado a las decisiones científicas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que hace de gran director, y las medidas de prevención de sus gobernadores, recurriendo a fanfarronadas y machismos solo comprensibles desde una miope visión hipercapitalista con desprecio absoluto por la suerte de la inmensa población en desgracia.
Actitudes que por la importancia mundial y regional de sus protagonistas y la exposición en los medios, ha contribuido a la pérdida de confianza y la indisciplina de buena parte de la población de todos los países, comprometiendo en muchos casos los avances obtenidos y colocando en dificultades los recursos sanitarios conseguidos con dificultad para manejar la crisis ante una multiplicación inesperada de los infectados.
A la par que resucitan derechos improcedentes como la libertad absoluta de hacer y de locomoción sin que importe precisar a quiénes favorece esta radical reclamación, y si la democracia que consideran en peligro por la eventual suspensión de sus derechos particulares se extiende a todos los ciudadanos, o el libertarismo que aflora tras sus quejas solo es aplicable a los que disponen de poder y riqueza suficiente para ejercerlo sin riesgos, porque ─como en cualquier cuento malvado─ este derecho inalienable, el pueblo raso lo ignora o no lo necesita para vivir.
Donde lo que se busca es la descalificación anticipada de un Estado cuya acción eficaz en el caso del coronavirus, lo ha rescatado del extrañamiento al que lo sometió el neoliberalismo durante mucho tiempo, y lo convierte ─en el caso de reactivarse las actividades normales─ en un protagonista capaz de limitar, como en sus mejores tiempos, los abusos del economicismo, luego de que la crisis sacara a flote las miserias que se escondían en la trastienda de este sistema inicuo.
Evidencia que los operadores neoliberales ocultan al máximo aumentando la sensación de duda entre la gente, al querer confundir el accionar normal estatal, ante una situación de emergencia excepcional, con un asalto a la libertad individual, de manera que la tarea adelantada por el gobierno para que el COVID-19 no nos hubiera arrasado desde el comienzo, se convierta, luego de frenado este, en un hecho de todas maneras condenable.
Lo mismo que hubiera ocurrido de no haber intervenido de manera pronta, eficaz y previsible y la crisis hubiera llevado al caos una sociedad que entregada al capitalismo extremo, carecía de todo lo esencial para enfrentarla. Y lo mismo que sucederá en el caso -además probable- de que por un manejo demasiado lapso del aislamiento como el que exigen, los esfuerzos, sacrificios y previsiones adelantadas se pierdan y se agrave el problema, porque también allí el Estado resultará culpable.
Basta ver las incesantes reclamaciones, que tras las ventanas seguras de su casas hacen quienes disfrutan del modelo económico, para acelerar, el paso a lo que llaman la nueva normalidad económica con la consideración humana de que favorece a los más infelices. Pues la normalidad económica anterior se rompió, según ellos, por la desmedida acción estatal al coartarles la libertad individual a algunos, por cuidar de la pandemia a quienes, incluidos los reclamantes, estaba obligado no solo por razón de su misión constitucional sino por la inexistencia de un sistema de salud pública entregado a la ganancia privada.
De esa manera se mezcla lo razonable con éxito con lo evidentemente irracional; se adelanta un juicio precipitado contra lo que se ha hecho eficazmente con la presunción de que finalmente saldrá mal, bien porque las precauciones fueron desbordadas, bien porque no se utilizaron completamente. Mientras se ocultan las tragedias humanas provocadas por quienes patrocinan el libertarismo suicida de las gentes pobres, no porque necesiten buscar su sustento diario, como pretenden analistas misericordiosos, sino porque sus muertes no importan.