Las razones son varias.
El martirologio. De esta manera encubre su alma traqueta y enreda a la opinión pública con el cuento peregrino de que todo fue un montaje. Nacerá entonces un nuevo mártir. Se harán famosas sus bufandas que curiosamente son muy parecidas a las que usaba otro héroe inútil como Yasser Arafat. Pasearán su fotografía en cuanta marcha o plantón se organice por sus pares ideológicos. Y entrará a la galería de quienes optaron por el suicidio. A manera de ejemplo citaremos al emperador Nerón, que le pidió a su amigo Epafrodito que le enterrara un puñal en la garganta cuando fue condenado por el Senado; a Hitler, quien seguramente tomó esa decisión cuando los soviéticos marchaban victoriosos hacia el búnker; el croata Slobodan Praljak (2017) que se tomó un vaso de cianuro en plena audiencia y frente a las cámaras de televisión ante el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia cuando le confirmaban una condena de 20 años por crímenes de guerra.
Santrich no se podía quedar atrás y ha escogido el camino de la muerte, incluyendo show mediático, tomando agüita aromática, pintando lagartijas y rodeado de médicos en un apacible y cómodo hospital; circunstancias estas que no tuvieron muchos secuestrados que murieron como animales salvajes en la selva, ya sea por un tiro de gracia o porque a las Farc les dio la reverenda gana.
En el caso de Santrich hay una motivación adicional a su suicidio y proviene de una frase que hizo carrera dentro del comunismo radical: “patria o muerte”, que fue repetida por Fidel Castro y el tristemente célebre Che Guevara como el amén de sus arengas panfletarias. Estos dos personajes y sus expresiones apocalípticas fueron ejemplos para la generación de las Farc, que las adoptaron con la fe del recién convertido y la mantuvieron durante toda su vida. Luchar por una patria justa no es malo. O morir por ella no es un pecado, pero morir por la patria parida al estilo Stalin, Pol Pot e Idi Amin es como gastar los ahorros de toda la vida comprando petros venezolanos. Santrich esta vez no morirá por una patria, pero como la palabra tiene poder y ejerce una influencia en la conducta de un radical político, invocar la muerte como proclama es la cuota inicial del suicidio.
A Santrich no hay que dejarlo morir, tampoco frotarse las manos con su muerte inminente, porque no es un muerto malo, más bien invitémoslo a vivir la vida, pero no la vida loca que escogió y que terminó afectando a quienes no pensaban como él. Es importante brindarle una segunda o tercera oportunidad sobre la tierra, siempre y cuando deje de cantar “quizás, quizás” y entone “culpable soy yo”.