A los 14 años Seusis Pausias Hernández Solarte empezó a usar lentes. Estudiaba en un colegio público en Pasto, a donde llegó junto con sus otros ocho hermanos por el traslado de sus padres, profesores de filosofía. Había nacido en Toluviejo, Sucre, un pueblito de calles destapadas en donde sus habitantes le hacían el quite al sofoco del mediodía sacando las mecedoras de mimbre a la puerta de sus casas. En Pasto se acopló bien. A los 16, cuando cursaba grado once, tuvo su primer contacto con la JUCO -Juventudes Comunistas-. Después de un año sabático en Sincelejo, Seusis Pausias entró a la Universidad del Atlántico a estudiar, al mismo tiempo, Derecho y Ciencias Sociales. Todos lo conocían. Era el primero al frente de los tropeles con la policía. Por eso fue elegido en 1984 representante de los estudiantes. Mientras tanto su enfermedad ocular avanzaba. En los últimos años en la Universidad su campo visual se fue cerrando alarmantemente. Le diagnosticaron síndrome de Leber, una enfermera de origen genético, que mina los nervios ópticos. Seusis sabía que en poco tiempo se quedaría ciego.
Lo estudioso y disciplinado no le quitaba su fogosidad política. Hacía un posgrado en Historia, que se pagó con su sueldo de profesor de colegio, cuando fue elegido personero de Colosó en su natal Sucre. En ese cargo conoció a Jesús Santrich, su más entrañable amigo. Santrich, asiduo lector de Marx, sabía que la verdad no estaba en El Capital sino en La comedia humana de Balzac. Santrich fue el que le enseñó a tocar la flauta y hasta le dio técnicas para que fuera un pintor aficionado. Una nube se posaba sobre la amistad. Las amenazas de los grupos paramilitares que pululaban en la región se cernía sobre ellos. Nunca se las tomaron en serio.
Una tarde de 1990, después de dar clases en la Universidad del Atlántico, Seusis y Santrich entraron a una taberna aledaña. Un desconocido se dirigió a la mesa en la que los dos amigos desocupaban una botella de Tres esquinas y le disparó a Santrich dos tiros en la cabeza. A Seusis el asesino le perdonó la vida. Nunca volvió a ser el mismo. Renunció al cargo en la Universidad del Atlántico y a la personería de Colosó. Se encerró un año en su casa en Sincelejo y, cuando salió, sabía lo tenía que hacer: en 1991, a los 24 años, tomó una decisión drástica: se incorporó al Frente 19 de las FARC que se movía por la Sierra Nevada de Santa Marta. Desde entonces pasó a llamarse Jesús Santrich, en homenaje a su amigo asesinado.
Su formación intelectual, unida a sus limitaciones visuales, colocaron a Santrich en un lugar especial dentro de la guerrilla, sin responsabilidad directa en la primera línea de guerra. Era el hombre que redactaba comunicados y fue iniciativa suya la creación de Radio Resistencia, la emisora de onda corta con la que las Farc construían confianza en las comunidades donde ejercían influencia. Era un ideólogo y, cuando el fragor del combate se lo permitía, escribía sobre los indígenas Tayrona que conoció en su trasegar como guerrillero, la pobreza y la paz que dijo siempre anheló. Como poeta siempre se consideró un discípulo de Pablo Neruda, de la mentalidad de los viejos Mamos, los sacerdotes arhuacos que cuidan la Sierra Nevada.
En la incomodidad de los cambuches en medio de riscos escarpados pudo escribir algunos de sus mejores relatos que han sido publicados clandestinamente por las FARC: Las aventuras del pequeño Dugunabi, la historia de un pequeño Dios arhuaco que se creyó más grande que la misma Sierra Nevada. Es una de las lecturas a las que más recurrían los guerrilleros cuando los bombardeos y la persecución constante del ejército se los permitía. Santrich se convirtió al lado de Gabriel Ángel, novelista, Inty Maleiwa, pintora, Julián Conrado, Jaime Nevado o Lucas Iguarán, cantautores, en los artistas más representativos de las Farc.
Tal vez la obra más respetable de Santrich no sean sus poemas o sus cuentos sino el ensayo De Beethoven a Marulanda, un intento por dilucidar el impacto del romanticismo dentro del universo fariano. En las Farc su gran amigo fue Ricardo Palmera, alias Simón Trinidad, con quien mantuvo una complicidad en clave a sus intereses: los boleros, la universidad y el marxismo. Juntos ayudaron a impulsar una idea que dejó legado en las Farc: la hora cultural. A eso de las seis de la tarde, si las circunstancias lo permitían, la guerrillerada le dedicaba en los campamentos tiempo para las actividades artísticas que más les interesaba, ya fuera escribir versos, componer canciones o pintar. Intercalaba textos del peruano José María Arguedas, su autor favorito. A los 45 años la última luz que tenía Santrich en su ojo izquierdo se apagó para siempre. El país conoció a Santrich en el 2012, cuando, por sus conocimientos y por recomendación explícita de Iván Márquez, pidió su traslado de la selva para participar en las negociaciones preliminares con el gobierno Santos, en Oslo. Allí, su imprudencia y desparpajo le generó la primera polémica por el país: a la pregunta de un periodista español de si las FARC pedirían perdón por sus crímenes, Santrich contestó cantando el coro de un famoso bolero, Quizás, quizás, quizás. La amistad con Palmera fue tan estrecha como con Iván Márquez. A finales de los noventa ambos coinciden en La Guajira, en el área de Conejo, frontera con Venezuela, muy lejos de la zona de despeje del Caguán, al frente del Bloque Caribe. Ninguno de los dos comandantes tuvo incidencia en los diálogos de paz impulsados por el gobierno Pastrana. Márquez, que venía del Urabá, congenió de inmediato con Santrich. Ellos fueron el puente entre las Farc y el gobierno venezolano. La amistad entre Márquez y Piedad Córdoba ayudó a consolidarlo. La estrecha relación entre la guerrilla y el gobierno bolivariano fue denunciada ante la DEA por el embajador ante la OEA de Álvaro Uribe, Luis Alfonso Hoyos. Esos años fueron fundamentales para que Márquez sugiriera al secretariado llevar a Santrich, desde la primera reunión exploratoria en Oslo en el 2012.
Radical y desconfiado, Santrich fue uno de los negociadores más duros con los que lidió el gobierno. No sólo fue uno de los que intentó imponer en la mesa negociadora que las Farc se quedaran con una representación de peso en el ejecutivo y fue muy crítico de entregar las armas antes de tener asegurada los recursos y mecanismos para la implementación. Horas después de que el gobierno y las Farc firmaran por primera vez la paz en Cartagena, no dudó en expresar su desconfianza: “Nos van a matar” dijo. Meses después lideró con vehemencia la liberación de los más de dos mil presos de las Farc que deberían ser indultados según los acuerdos, llegando al extremo de realizar una huelga de hambre de 46 días para presionar.
Santrich, quien debería ocupar una de las cinco curules que tendrá la Fuerza Alternativa del Común el próximo 20 de julio, ahora es acusado por los Estados Unidos y la Fiscalía colombiana de haber participado en la operación de envío de diez toneladas de cocaína a Norteamérica, con la intervención directa del Cartel de Sinaloa. Lo espera una orden de extradición que lo colocaría en un escenario similar al de su amigo de los primeros días en la Sierra Nevada, Simón Trinidad. Un escenario que nunca consideró.