Aunque a nadie se le ocurre dados los tiempos que corren, la razón por la cual no han sucedido en Colombia explosiones sociales como las ocurridas en Francia, Chile o Ecuador es la clase política, tan vilipendiada. Una hipótesis que merece una explicación.
Muchos se preguntan por qué no ha habido entre nosotros una explosión de indignación popular si muchas de las condiciones que la han ocasionado en otros países están dadas: deterioro de la clase media, alta informalidad laboral, alto desempleo, inequidad en la distribución del ingreso. Porque si algo tienen en común esas iras desatadas, es que se producen en sociedades con buen nivel de bienestar, con grandes clases medias y con regímenes democráticos más o menos estables.
Es esa clase media cuyas demandas e insatisfacciones se van acumulando como en una olla a presión, la protagonista de la protesta, no los más pobres, ni los más desamparados, ni los inmigrantes, ni las minorías raciales, religiosas o sexuales. Se empieza con cualquier cosa, como un ajuste en los costos del transporte y se termina en un incendio, prendido por los oportunistas.
Modelos económicos que se consideraban exitosos como el estado de bienestar francés, que llevó a jornadas de trabajo muy cómodas y reducidas, con amplias prestaciones sociales; o el sistema económico chileno, de fortalecimiento de la formación de capital y estímulos al ahorro privado; o el ecuatoriano, de inversiones racionales de sus ingresos petroleros, de pronto se ven sumidos en crisis profundas nacidas fundamentalmente de que las expectativas que se crearon para lograr una sociedad desarrollada y equitativa fueron desbordadas por las realidades económicas: la imposibilidad de seguir pagando los altos subsidios en Francia, el encarecimiento de los servicios básicos de educación y salud en Chile, la caída de los precios del petróleo en Ecuador.
Entretanto en Colombia, se ha creado un poderoso estado paternalista, de gran cobertura, que subsidia casi todas las necesidades de los más pobres, educación, salud, servicios públicos y funciona con relativa eficiencia; se han realizado reformas políticas que han permitido la participación de nuevas fuerzas en las decisiones nacionales, entre ellas el proceso de paz con las Farc; la Corte Constitucional ha abierto la puerta al reconocimiento de los derechos de las minorías y las ha cerrado a los abusos de poder; se respetan las protestas ciudadanas y se trata de negociar con cada grupo inconforme, estudiantes, sindicatos, indígenas. Todo ello gracias a las normas progresistas apoyadas por los gobiernos, que han sido aprobadas en el Congreso Nacional por los partidos políticos.
Uno puede hacer una lista interminable de los excesos de la clase política
pero la Colombia de hoy es resultado de las decisiones de los partidos
cuyos dirigentes entendieron los clamores populares
Uno puede hacer una lista casi interminable de los excesos y despilfarros de la clase política, su ambición y corrupción desmedidas, la manera como convierten los patrimonios públicos en cotos personales de caza, el modo desvergonzado como se crean clanes familiares para el monopolio del poder en la regiones, pero la Colombia de hoy es resultado de las decisiones de los partidos políticos cuyos dirigentes entendieron los clamores populares, y propusieron y sacaron adelante reformas constitucionales y legales sin las cuales hace tiempos seríamos un país inviable.
El Estado de Bienestar que hoy existe, aunque imperfecto, y el sector moderno de la economía que hoy existe, aunque imperfecto, son el resultado de las decisiones del mundo político. El fortalecimiento del voto de opinión, que se expresa a través del reconocimiento de nuevos liderazgos de personas jóvenes pertenecientes a diferentes partidos políticos y grupos significativos de ciudadanos que hemos visto en las últimas elecciones regionales, es resultado de las reformas políticas que hicieron posible esa participación y el libre ejercicio de esos derechos ciudadanos.
Así que en lugar de estar rasgándonos las vestiduras por nuestras miserias y carencias que son tantas, deberíamos hacer unas cuantas comparaciones de cómo era Colombia hace 30 años y cómo es ahora, para entender la importancia de construir sobre lo construido; de medir con objetividad el nivel del progreso social y económico, a pesar de todas las adversidades, de entender que son procesos que se consolidan en el tiempo, casi que a pesar de muchos colombianos. Sentarnos en el umbral de la polvosa puerta a esperar el momento en que se derrumbe la Nación, como en otros sitios, o preguntarnos por qué no se ha derrumbado todavía, es un acto de autoflagelación.
Valdría la pena buscar en nuestra historia quienes han sido los actores principales de ese progreso, que no por ser tan extendido como se quisiera es menos importante y nos ha permitido vivir en un sistema de explosiones controladas, con la sorpresa de que van a ser encontrados históricamente en los lugares que hoy nos parecen más sospechosos y menos dignos de confianza: la Presidencia de la República y el Congreso.