Ni siquiera su amigo, Ramón Jesurúm, cabeza de la Dimayor, sabía que el viaje que hacía Luis Bedoya a Nueva York, en la noche del 4 de noviembre del 2015, era para siempre. Unos días antes había anunciado a su círculo íntimo que renunciaba a la presidencia de la Federación Colombiana de Fútbol. Después de estallar el escándalo del Fifagate en donde, hasta esa fecha, ya habían caído el presidente de la Conmebol Eugenio Figueredo y el de la Federación chilena de fútbol, Sergio Jadue, acusados de recibir un soborno de 150 millones de dólares para adjudicar a dedo los derechos televisivos de la Copa Centenario en Estados Unidos, Bedoya estaba alerta.
Por consejo del abogado y ex presidente del Independiente Santafé, Eduardo Méndez, se contactó con el FBI para tener la certeza de que estaba en la lista de dirigentes que, por haber recibido sobornos, fueron delatados por el empresario brasileño José Hawilla, dueño de Traffic, y Alejandro Buzarco, quien mandaba en el canal argentino TyC. Rober Capers, fiscal de Brooklyn y agentes del FBI, le confirmaron lo que temía.
Su último recurso fue pactar. De incógnito viajó con su esposa, la periodista Martha Herrera a Nueva York. La idea era presentar un estudio de contabilidad para probar el incremento de su fortuna en los últimos 10 años. Bedoya ganaba como Presidente de la Federación Colombiana un salario de 32 millones de pesos mensuales. Además recibía 20 mil dólares mensuales como vicepresidente de la Conmebol y 45 mil dólares de la FIFA. En total su ingreso superaba los 200 millones de pesos. Eso le sirvió para comprar un apartamento en la calle 102 con transversal norte, en Bogotá, de 121 metros cuadrados. En la capital también tenía una oficina de la carrera 15 con calle 93 que le costó 269 millones y un apartamento en la 97 con Cra 21. Entre sus bienes figuraban tres lotes, uno en Tabio, Cundinamarca y otro en Sopó en el conjunto residencial Parque de los Caballeros de la Noche, uno de los terrenos más caros de Colombia. A nombre de su esposa figuraban otros dos apartamentos en Bogotá y uno en el condominio Costa Bella de Santa Marta, de 171 metros cuadrados con un valor de 300 millones de pesos. Todos los bienes del dirigente quedaban confiscados y una cuenta en un banco en Suiza, en donde le habían depositado los U$ 3 millones de los sobornos para derechos de televisión.
Sus familiares en Colombia sintieron el mazazo. Varios de ellos han denunciado que la justicia norteamericana los están persiguiendo y que esperan, además, quitarles sus bienes. Bedoya no puede hacer nada, tan solo pactar. Parte de sus compromisos es aceptar los cargos de asociación ilícita para delinquir y conspiración para cometer fraude. Además, Bedoya deberá hablar. En el país muchos de sus amigos temen miedo de lo que puede decir y que podría implicar a dirigentes como Álvaro González o el mismo Ramón Jesurúm.
Desde noviembre del 2015 vive en un estrecho apartamento en las afueras de Nueva York pagado por la justicia norteamericana. Tiene el beneficio de una libertad vigilada. Viaja por el subte, con una maletica y la única distracción que tiene la pareja de esposos es ir, cada día, es caminar en los campos aledaños, estudiar inglés y visitar una iglesia cristiana.
Los sueños de Bedoya de llegar alguna vez a ser vicepresidente de la FIFA, como estuvo a punto de hacerlo, se esfumaron para siempre. Ahora lo único que le queda es esperar a que la justicia norteamericana dicte sentencia. Podría exponerse a ocho años de cárcel. En el país ya nadie recuerda su fulgurante carrera que empezó de la mano de León Londoño en la organización del Suramericano Sub-20 del eje cafetero en 1987. A pocos le importa la organización del mundial juvenil del 2011 o que de él fue la idea de traer a Pékerman para clasificar a la selección al mundial de Brasil en donde el equipo consiguió su mejor figuración en esa competencia. Para siempre su nombre quedará ligado al Fifagate y ya nunca más volverá a hacer lo que más le gusta: ser directivo de fútbol. Por el momento ha podido aplazar durante 12 veces su audiencia. Hasta arruinado tiene el sartén por el mango.
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