La gloria literaria de Franz Kafka fue resultado de una traición. En su lecho de muerte un agónico K. le escribió a su amigo y albacea Max Brod: “De todo cuanto he escrito puede conservarse La condena, El proceso, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, y el relato Artista del hambre”. Todo lo demás; relatos, novelas, cartas y dibujos, estaba condenado a arder en una pira y “cuanto antes”.
Pero Brod -un escritor checo de origen judío- traicionó esa última voluntad y, por el contrario, inició una intensa campaña editorial para posicionar el genio literario de su amigo y elevarlo a la categoría de figura universal. Si hubiera seguido al pie de la letra las indicaciones de K., el destino de dos de sus más grandes obras, “El desaparecido” (también conocido como América) y “El Castillo”, hubiera sido el mismo: la consumación total en la hoguera.
Aunque no me cabe la menor duda de que se trató de una traición premeditada, pues Kafka, tan inseguro de la eternidad, nunca dudó del profundo afecto que Brod profesaba hacia su obra inédita, ya que, siempre fue un testigo de excepción en su evolución creativa. Ante la certeza de la muerte, K. consideró que Brod era la única persona -en su reducido círculo de amistad- con la habilidad suficiente para emprender un proceso de edición y corrección (algo que hizo entre 1925 y 1927).
Y fue por esa traición premeditada que parte de la obra de kafkiana no se consumió en la hoguera de una última voluntad, aunque la totalidad de su obra; paradójicamente, sí se convirtió en referente universal de la angustia moderna en la combustión de guerra y sufrimiento que caracterizó a la Europa de mediados de siglo XX.
Pero el sentido humano de lo kafkiano sí fue reducido a cenizas por el fascismo nazi en las quemas públicas de libros de 1933, y una década después, en octubre de 1943, Ottla Kafka, su hermana más pequeña y querida, murió incinerada en el campo de exterminio de Auschwitz. Max Brod se salvó de morir en esa hoguera de fanatismo al huir de Checoslovaquia ocupada hacia Tel Aviv; eso sí, llevándose consigo los manuscritos y dibujos de su gran amigo.
Al término de la segunda guerra mundial el apellido Kafka -con el sentido de una obra considerada como densamente profética- se convirtió en una dolorosa conciencia moral para un pueblo “arrepentido” por su excesivo culto al fanatismo.
Este 2024 se conmemoran los 100 años de la muerte del artífice de esa conciencia moral. Y mientras el mundo celebra a Kafka -es el año K.-, arde sin cesar una hoguera de fanatismo en la Franja de Gaza, cerca de la Biblioteca Nacional de Israel, el lugar donde reposan aquellos manuscritos y dibujos que Brod se negó a quemar.
El genocidio en Gaza es una hoguera que ha consumido miles de vidas de niños inocentes. Una hoguera de venganza y odio que nos recuerda que Kafka no solo resultó “profético” al anticiparse al sentido trágico de la barbarie nazi, sino que, aquel “hombre que fue literatura”, además, construyó un retrato atemporal de la degradación de la condición humana en tiempos de paz y en tiempos de guerra.
Porque lo kafkiano sí se consume en la hoguera.