Justo mientras escribo esto, en un apartamentucho de un barrio ruidoso de Riohacha, Petro está diciendo su discurso. Lo está diciendo aquí, en esta ciudad. Hace unos días algún petrista me había enviado la publicidad por WhatsApp. Vamos, me dijo. Ahí vemos, respondí yo. El susodicho no volvió a insistir. Supongo que infirió, inteligentemente, que no me importaba en lo absoluto. Y así es, una de las cosas que yo nunca haría sería ir a un concierto de Petro.
El evento se me olvidó. Estaba llegando la noche y yo intentaba, sin lograrlo, concentrarme en un libro. No lo lograba, precisamente, por el bullicio de la calle. Niños gritando, vecinos conversando casa a casa, motos rugiendo, vendedores con micrófono y parlantes. Ya estaba a punto de encerrarme en la habitación cuando escuché a una vecina inquirirle a otra: ajá, ¿no vas a ver a Petro? La interlocutora respondió de manera genial: nombe, tú crees que yo no tengo nada que hacer.
Lo mismo pienso yo, y por eso este texto. Qué hay de novedoso en el discurso de Petro para que se siga aglomerando la gente alrededor de su tarima, o mejor, qué tendría que decir Petro de interés para mi vecina cincuentona… Una mierda. ¿De qué puede estar hablando en este momento sobre su tarima? De la importancia de solucionar la diplomacia con Venezuela, de la situación de los migrantes en una ciudad fronteriza (problemática que incrementa la pobreza, la xenofobia y la violencia), de las nuevas energías que hay que empezar a usar para evitar la catástrofe climática, del rol importante de La Guajira en esa propuesta, de la importancia de tomar la iniciativa para empezar a usar paneles solares y aprovechar el solazo infernal de esta zona, del olvido de las periferias, de lo malévola que ha sido la política tradicional y su centralismo, de las oportunidades que tendrán las comunidades indígenas (algún líder indígena estará sobre la tarima) porque en su Pacto Histórico sí serán escuchados y atendidos, de su visión realista del país multicultural, de la corrupción, de la maldita corrupción.
Es entendible que la gente se aglomere alrededor de su tarima y que sus eventos políticos parezcan conciertos. Su voz se nota (se debe estar notando mientras escribo esto) convincente, sincera; pero esa época de la política de discursos terminó, o por lo menos para mí. La política, sobre todo en Colombia, debe juzgarse desde la base de los hechos y no de los discursos. En Colombia es imperativo empezar a ver acciones concretas. Es cierto que estamos en la campaña presidencial y que los discursos son normales, pero me pregunto: ¿qué mierda nos puede dar un discurso? ¿Esperanza? La esperanza no es algo que un ciudadano crítico y consciente deba esperar de una propuesta política. Al contrario, estamos en el deber de reclamar que se cumplan a cabalidad las promesas. No con esperanza, sino con pretensión.
Los discursos no interesan en este siglo o, por lo menos, en este país. Petro no es ningún genio cuando toma el micrófono, es un tipo que dice lo esperado, lo lógico en un escenario nacional en el que compite con un viejito iracundo que parece tener demencia senil, con una bruja que piensa en francés, con un títere más deprimente que el actual, con un tiktokero que le da miedo debatir, con un tipo que piensa en ballenas, en fin, Petro compite contra unas caricaturas.
Entonces, no se me hincha el pecho ni se me llenan los ojos de lágrimas ante su discurso, no veo en él profundidad ni genialidad. Y creo que es casi imposible encontrar eso en la política actual, máxime si pensamos que en el ambiente está la guillotina de la corrección política esperando caer ante cualquier lapsus. Los mejores discursos posibles hoy son estandarizados. Petro cumple con imprimirles un tono adecuado y ya está.
Lo mismo podría decir de Francia Márquez. El discurso de los olvidados, de los marginados, de los menos favorecidos. Bonito, pero evidente. Sería absurdo esperar otra cosa. Con un tono o con otro, estos discursos que son los que más generan esperanzas no dejan de ser un poco acartonados, predecibles y, para mi gusto, excesivamente idealistas.
Mientras terminaba este texto en la incomodidad de mi apartamento, Petro quizás terminaba su discurso entre arengas y aplausos. Mucha diferencia, es cierto. Él llegando a miles de personas y yo (cuando lo publique) a unos cuántos lectores. Pero créanme, hay un punto en el que nuestros textos se parecen: ambos tienen un aire de mala literatura, de vacío y pésima ficción. En su caso muy entendible con el apasionante calor del discurso, en el mío no hay excusas.
Sea como sea, sus conciertos me importan un bledo. Él quizás ya bajaba de la tarima, yo volví a retomar el libro y la vecina, estoy completamente seguro, haciendo algo más productivo que nosotros. Al final ella y yo votaremos por Petro sin habernos insultado nunca con un uribista en Twitter o, peor aún, con un petrista.