Recientemente se dieron a conocer las condiciones de la celda en la que se encuentra recluido Rafael Uribe Noguera, asesino de la pequeña Yuliana. Las fotos de la habitación de 15 metros cuadrados, la ropa apilada y las frías paredes blancas sin acceso a luz natural circularon por redes con el aparente júbilo de los colombianos quienes, a un año de la calamidad, demandan que los castigos sean todavía más contundentes.
Pero debemos preguntarnos qué hay detrás de esta parafernalia de las redes y el afán por conocer la rutina carcelaria de Uribe Noguera. Estos detalles solo son posibles cuando hay una demanda social detrás de ellos. No cabe duda de que en Colombia el principio de la vida y el bienestar de los niños es sagrado. La indignación que despiertan los casos de violación, abuso, maltrato y abandono es un punto que debe abonarse y comprarse a la falta de conciencia social frente a otros temas que repercuten en el bienestar de la población en general. Los contrastes son muy variados: sin duda unos crímenes son más notorios que otros.
Basta con hacer una breve inspección por las múltiples páginas de Facebook que se nutren de videos y fotografías morbosas, en las cuales se retratan linchamientos, persecución a ladrones y abusadores, y “justicia propia” por cuenta de la comunidad de un barrio o un pueblo. El consumo insaciable de imágenes sangrientas y escenas de venganza y retaliación colectiva es, en cierto modo, un consumo pornográfico. No hay que desconocer que gran parte de los colombianos hemos sido víctimas, directa o indirectamente, de los abusos, la inseguridad y la violencia particular. Pero estos hechos llevan a un escenario que nos sobrepasa: la sociedad colombiana ejerce un poder punitivo que desborda el poder institucional.
Y este espíritu de vigilar y castigar se plasma perfectamente en las redes. Desde las denuncias de taxistas hampones, hasta la presunción de maltratadores de animales. De todo tipo y en todo momento, las redes se vuelven un mercado cuyas mercancías son los videos (que muestran apenas fragmentos del altercado, siempre parcializado y sin conocer todas las versiones del hecho) y cuyos comerciantes y compradores somos todos nosotros, los que vemos silenciosamente, ponemos una reacción en la publicación o comentamos con rabia e insultos.
Este mercado puede llevarnos muy lejos, y como dije, excede el poder institucional, pues la justicia, si llega, se tarda. La sociedad colombiana es punitiva y requiere de una aprehensión inmediata, colectiva y, sobre todo, pública. Esta justicia propia no requiere de un reconocimiento legal, aunque le reprocha a las autoridades su ausencia y falta de firmeza. Incluso más rabia despertó el hecho de que a Uribe Noguera se lo protegiera tanto adentro de La Picota y en los múltiples traslados de juzgado a celda. Lo mismo sucedía con Garavito. Indigna que haya protección a delincuentes y no para quienes corren otros peligros por amenaza y persecución.
Pero, en últimas, ¿quién decide sobre la fortuna de los criminales? Muchas veces la respuesta está asegurada por la corrupción que filtran las élites en la institucionalidad, que perpetúan la impunidad y se lavan las manos. Pero muchas otras veces la responsabilidad es de la población. ¿Por qué? Porque unos criminales son más visibles que otros. Sin duda despertó más conmoción la muerte de Yuliana debido a la diferencia socioeconómica entre el arquitecto javeriano y la niña de origen indígena. Al hacer celebre a un asesino o violador, se tiene en cuenta su procedencia económica, su estrato, su etnia, su color de piel. Esto es fundamental para la sociedad punitiva: quiere atar cabos, culpar a todo un grupo por lo que ocurren en algunos casos. No quiero decir que estos factores económicos o de género no tuvieran incidencia en el caso de Yuliana, pues el feminicidio es algo sistemático y que se aprovecha de las diferencias económicas y de poder. Pero sostengo que la sociedad que castiga construye el perfil del criminal y lo hace más visible, de manera que en la economía de la violencia los medios masivos lo compran y hacen los casos excepcionales. Solo entonces la justicia colombiana llega.
En otras palabras, se castiga cuando el caso trasciende lo rutinario, cuando se puede comercializar en medios y en redes. Si no, es un caso más, no cala, no pasa del morbo de las cadenas de WhatsApp o del Q’hubo. Miles de yulianas mueren día a día por la violencia estructural hacia la mujer, hacia la infancia, hacia los pobres y hacia las comunidades indígenas. La indignación es escasa cuando no pasa por la economía de las redes. ¿Cuándo veremos las oleadas de manifestaciones públicas por lo ocurrido en Tumaco? ¿Cuándo marcharán hombres y mujeres por igual para demandar el cese de feminicidios? ¿Qué se necesita para que el Estado actúe equitativamente contra criminales ricos y criminales pobres?
El caso de Yuliana Samboní es emblemático. Pero no puede quedarse en el emblema, en la efervescencia momentánea y punto. Debe ser la entrada para visibilizar el aparato violento de la sociedad. Uribe Noguera no es solo una manzana podrida. El sistema social que permite este tipo de violencias macabras está podrido desde adentro, y la respuesta no es castigar únicamente a los individuos. Es necesario sobre todo resarcir y reparar a las víctimas para evitar que los mismos hechos se repitan ad absurdum. Entender que nosotros, por redes y otras plataformas, nos alimentamos de la pornografía de la violencia y hacemos que el modelo siga. A una sociedad que demanda el castigo no le basta que a Uribe Noguera lo condenen por el resto de su vida en una celda milimétrica con una hora diaria de sol y aislamiento total. No le basta el castigo cuando el castigo es el estado natural.