Era abril de 1959 y Álfredo Di Estéfano, ídolo de la hinchada embajadora y en ese entonces el mejor jugador del mundo, regresaba al estadio en donde supo desplegar en un par de temporadas el mejor fútbol que se ha visto en este país. Esta vez La Saeta Rubia volvía con el Todo Poderoso Real Madrid a jugar un amistoso contra Millonarios, su ex equipo. Miles de aficionados bogotanos abarrotaron las tribunas del Campín para ver al ídolo argentino. Entre ellos estaba un rollizo niño de nueve años que llevaba un mes suplicándole a su padre, un enfebrecido hincha de Santa Fé, que lo llevara a ver al crack rioplatense.
El pequeño Iván, obnubilado con el juego de Di Estéfano, entendió, como tantos otros niños, que lo único que quería hacer en la vida era ver partidos de fútbol.
La única diferencia con el resto de muchachitos es que él tuvo la temprana determinación de luchar a brazo partido para conseguir su sueño.
Primero lo intentó como jugador pero su torpeza se lo impidió. Allí en los campos de juego del colegio Jorge Robledo de Medellín, el mismo en donde estudió uno de los hombres a los que más disfruta darle palo, Álvaro Uribe, quien iba un año antes que él, entendió que no había sido hecho para jugar los partidos sino para estar en la tribuna disfrutándolos. Era un alumno aplicado y a la vez distraído. Tenía talento para escribir “Es lo que más me gusta hacer, más que la radio o la televisión y creo que lo hago bien. Lamentablemente el periodismo escrito está muy mal pago y quita mucho tiempo” y ahí en quinto de bachillerato, con apenas 17 años se ganó su primer sueldo como escritor de fútbol, este honor se lo debe al periódico La Patria que fue el primero en abrirle las puertas al joven que desde ya desplegaba su habitual tono punzante y polémico, el mismo que lo llevaría pocos meses después de esa primera columna y gracias a la visión de Javier Giraldo Neira a integrar la plantilla del Nuevo estadio, en ese entonces el mejor semanario deportivo de Colombia.
En 1969 ingresa a estudiar Derecho a la universidad de Antioquia. Dos años antes ya se había ido de su casa por las continuas peleas con Don Óscar, su padre, a quien le heredó el genio volado que lo caracteriza. Era una época en donde ser estudiante de universidad pública era sinónimo de comunista y marihuanero. Iván era las dos cosas a la vez. Allí, en los brazos de la dama de los cabellos ardientes, Mejía Álvarez iba convirtiéndose no en un alumno destacado, sino en una joven promesa del periodismo colombiano que en sus ratos libres se entretenía husmeando, entre el humo espeso de la Bareta, el libro rojo de Mao y con las mechas largas y un sicodélico atuendo, viajó a Ancón a ser testigo del Woodstock criollo.
Sus acertados escritos hicieron que sobre su inmensa figura posara sus ojos el gran Ubeimar Muñóz Ceballos quien ese mismo año lo llama para que trabaje con él en Radio Visión. Con 19 años el niño que había visto alborozado una década atrás a la Saeta Rubia, cumplía su sueño de ganarse la vida viendo partidos de fútbol.
Y así hubiera seguido sin ningún contratiempo, deslizándose suavemente por el agradable tobogán que era su vida, si no le hubiera dado por irse para Europa. Era 1972 y Carlos Arturo Rueda lo llamó para que integrara la plantilla de Vea Deportes. Deja Medellín se traslada a Bogotá pero tiene la mala fortuna de que el periódico cerrara un año después. Le dieron un cheque con una onerosa indemnización, lo cambió y allí decide dar el salto al vacío y se compra un pasaje para Barcelona y allí lo vemos en 1973, siendo testigo de los últimos estertores del franquismo, viviendo la bohemia setentera al máximo en uno de sus epicentro, en uno de los lugares en donde la ola del cambio había estallado y ahora empezaba a retroceder lentamente. La plata se le escapó rápidamente, era joven, libre, gordo y revolucionario, un aprendiz de intelectual, un muchacho al que le gustaba Serrat y por supuesto el Barca. Fueron años muy duros en donde ahora usaba las piedras que antes arrojaba en las manifestaciones contra la policía en Medellín, para hacer casas al otro lado del charco. Porque Iván Mejía, el muchacho que quería recorrer a pie Europa estaba ahora, a finales del año 73, trabajando como obrero. Lo poco que ganaba le servía para pagar el arriendo de una habitación y para ir cada vez que podía al Nou Camp, para ver a Cruyff, Sotil y Neeskens, la orquesta blaugrana que dirigía Rinus Michels.
Regresa al país en 1975, desempleado pero con la experiencia europea galopando en su alma. Nunca le tuvo miedo al trabajo y es por eso que acepta cualquier oferta que le sale, desde peleas de Boxeo hasta Vueltas a Colombia. En 1977 transmite su última carrera y se promete que nunca más hará algo que no disfrute. Consecuente con su hedonismo Iván Mejía empieza, antes de cumplir 30 años, ha ser todo un referente del ambiente futbolero nacional. Ve a la Argentina coronarse en plena dictadura de Videla, a la férrea Italia de Enzo Bearzot salir campeón en el mundial de naranjito, a Maradona gambetear a los ingleses en el azteca, a Rincón haciéndole un gol a Bodo Illgner entre las piernas, a Andrés Escobar cometer un error que a la postre le costaría su vida, a Asprilla abandonar la concentración después del estreno de la selección en Francia, a Brasil conseguir su penta campeonato, a Zidane pegarle un cabezazo a Materazzi y a la furia roja transformarse en un equipo lírico que además levantaba copas del mundo. Dice que guarda un dólar por cada mundial al que ha ido, con el que guardará en Brasil completará nueve dólares, nueve billetes que reflejan una vida, una carrera plagada de polémicas.
A Iván Mejía Álvarez no le da miedo decir lo que piensa al aire, sobre todo si se ha pasado en la dosis de whisky con la que a veces acompaña sus transmisiones. Desde problemas con Edgar Perea, pasando por Carlos Antonio Vélez y ahora disparándole dardos “A esos jovencitos que pasaron de poner discos a comentar partidos” Iván definitivamente no tiene boca sino una cerbatana.
Ha cometido errores, obvio, cuando se trabaja con la lengua algún día ella te traicionará, como le sucedió la tarde en que Colombia le ganaba a Túnez con gol de Preciado en el mundial del 98 y en plena transmisión nuestro adiposo comentarista confesó que “Afortunadamente la prensa en Bogotá se lo metimos a la brava en la selección” haciendo referencia a la campaña mediática que desde la capital se gestaba para que el ariete de Santa Fe fuera tenido en cuenta por el testarudo Bolillo Gómez o cuando acusó a Antonio Casale de ser un periodista comprado por Juan Carlos López, el cuestionado expresidente de Millonarios, o recientemente, previo al partido en el que Colombia empató con Argentina en el Monumental, discutió al aire con César Augusto Londoño sumergido en una copa de Buchanan’s.
Pero la consagración definitiva llegó hace cuatro mundiales, cuando a raíz de una idea que tuvo Guillermo Díaz Salamanca crearon, junto a Hernán Pelaez, Goles y maestros un programa que sólo iba a durar el mes que durara el mundial y que terminó convertido en El pulso del fútbol, el programa deportivo más escuchado de la radio colombiana y que ya lleva 12 años.
“La gente pensará que soy muy amigo de Peláez pero eso no es así. Yo hago mi programa en Cartagena (donde el comentarista reside desde hace un par de años, en medio de un inmenso campo de golf) y él en Bogotá o desde donde esté. Si habré almorzado con él cinco veces es mucho”, dijo Mejía en una entrevista. Para este experimentado cocinero es un honor trabajar al lado de alguien como Hernán Peláez a quien siempre se refiere con admiración y respeto: “Hernán tiene una memoria privilegiada, es un tipo que lo sabe todo de la radio, es un adicto al trabajo, nunca descansa, por eso nunca se va a retirar. Yo sí, yo tengo hobbies, me gusta la cocina, pegarle a la pelotica y estar con mi familia, para Hernán no existe sino el trabajo”.
Para Fedepola, el grupo de amigos con los que se reúne tres veces por semana para jugar golf, el Iván Mejía de la radio es sólo un personaje, alguien que no existe en la vida real. Él es la alegría de la fiesta, el más mamador de gallo, el dicharachero. Le gusta la salsa, algunos boleros y por supuesto Jennifer López. Pero en medio de todo es un esposo abnegado que en su casa apenas levanta la voz. Así muchas señoras lo acusen de ser un viejo verde, Iván ya lleva cerca de cuarenta años de matrimonio con María Isabel Casas. “Antes era complicado porque era muy loco y bebedor, ahora los años me han cambiado, estoy más juicioso y me cuido más”, cuenta.
En su juventud llegó a fumarse dos paquetes de cigarrillos al día pero dejó el vicio a comienzos de los ochenta. Su pasión por la comida si le duró mucho más. En el 2006 cuando pesaba 125 kilos su médico de cabecera le advirtió que si seguía con ese desenfreno podía sufrir un infarto en cualquier momento. Es por eso que decide someterse a un bypass y hoy, así todos todavía le digan gordo, pesa sólo 95 kilos.
Sus fans ya no le creemos cuando dice cada vez que puede que se va a retirar. Al parecer el hobby que más disfruta es el de sentarse en el sillón más cómodo de su casa a hablar distendidamente con Hernán cada día. Todavía es ese niño entusiasta que vio una tarde de 1959 a Di Estéfano, en el fervor con el que transmite sus ideas, en la pasión con la que defiende un concepto suyo así esté equivocado, Iván Mejía logra cada mediodía que los amantes del fútbol nos enamoremos cada vez más de este deporte.
Iván no te retires nunca, espera otros 50 años más, el tiempo que necesitan los disc jockeys para convertirse en verdaderos comentaristas de fútbol.