Es vasta la literatura sociológica que describe, explica y sustenta las afirmaciones científicas sobre los distintos enfoques culturales acerca de la capacidad del ser humano de poder relacionarse con sus semejantes, así como también, la influencia de las fluctuaciones históricas a lo largo del desarrollo de civilizaciones.
Simultáneamente, ciencias como la lingüística, la semiótica, la antropología, la filosofía y la psicología han brindado significativos aportes para redefinir al ser humano y su rol como actor social, desde lo individual hasta lo colectivo, partiendo de hechos funcionales básicos como la familia, la cooperación comunal, la creación de organizaciones hasta circunstancias disfuncionales como el suicidio, la delincuencia común y actos de terrorismo. Tales acontecimientos, en conjunto, subyacen en lo que podríamos denominar los criterios centrales de todo ser humano: la definición del “ser”, su misión y sus aspiraciones en la vida.
Sin embargo, hace falta precisar justamente por qué los ideales y misiones de vida son los indicadores diferenciales que condicionan el paso de cada individuo por la existencia terrenal, puesto que cada vez se hace más complejo conocer qué tipo de contribuciones proporciona a los distintos entornos humanos y cómo estos cobran importancia dentro de una sociedad que día tras día se hace más divergente. Por tanto, es imprescindible partir de tres pilares inherentes a todo individuo: ¿Quién soy?, ¿para qué estoy? y ¿para dónde voy?
Quién soy corresponde al primer cimiento consustancial de cada sujeto y el que determina los dos siguientes. Descubrir quiénes somos, sin duda, es bastante enrevesado, ya que implica un análisis profundo que no puede ser sujeto a inmediatas suposiciones. Cabe anotar también que manifestar una respuesta certera de quiénes somos hace imprescindible que tengamos conciencia de nuestra personalidad, nuestras limitaciones, gustos, creencias, defectos, prejuicios, historia, cultura, costumbres, etcétera.
Al tenerlos claros todos, coadyuvan a definir nuestra vida y a diferenciarnos de los demás. Únicamente sabiendo quiénes somos podemos responder para qué estamos; dicho de otra manera, qué nos corresponde en la existencia, entendido como misión en la vida.
La misión de vida fue analizada en primer lugar por la cultura griega por medio del discernimiento del ethos, y fue mediante este como llegó la preocupación de cuáles eran las conductas y comportamientos más sanos y plenos que debían adquirirse para el alcance del bienestar propio.
De esta manera, el ethos, hoy entendido como ética, debe comprenderse desde dos puntos de vista: una ética del “hacer”, y otra del “ser”. La primera, directamente relacionada con el estudio del modo de vivir que equivale a los actos humanos, y la segunda, la que se enlaza con las actitudes humanas, que se traducen en cómo las personas afrontan las situaciones de la vida, siendo esta última crucial dado que permanecerá con nosotros en todos los estadios de la existencia.
De modo que, concibiendo la diferencia establecida por los griegos, es posible hacer un estimativo cualitativo y cuantitativo suficiente para saber cómo vivir. Por supuesto, entendiendo esta diferencia se logra comprender que el hacer es resultado lógico del ser.
Y el tercer momento, para dónde voy, fuertemente abraza el ideal de la vida. La vida vista desde una conciencia del ser convida a diversificar a los seres humanos dentro de dos enfoques esenciales: uno cualitativo y otro cuantitativo de la realidad humana.
Los que están inmersos en el primero se preocupan mayormente con la calidad, constituida por la búsqueda insaciable de aprehender a dar y recibir, regida por valores. En cambio, para los circunscritos a lo cuantitativo, la prioridad se resume al alcance desesperado del éxito tergiversado o ambición, resumido en actuaciones de tenencias y logros acumulativos, regidos por el interés.
Como consecuencia, el placer de saber vivir radica en el buen uso y aterrizaje balanceado de ambos enfoques en lo cotidiano. Si solamente nos centramos en uno de ellos, la existencia humana tendrá orbes desequilibrados que conllevan a su propio detrimento y destrucción. Empero, si la persona armoniza ambas perspectivas, la cualitativa en función de la cuantitativa, el saber vivir se hace con sentido y con nitidez.
Finalmente, podemos concluir que esta compostura moral moderna, cuyo fin último es el placer de saber vivir, de ser felices, va muy de la mano con la diferenciación moral subyacente en cada individuo, puesto que sería muy facilista y descarado pretender que cada ser humano sea igual a otro en cuanto a su papel en sociedad.
Pero existir exclusivamente bajo motores hedonistas, coadyuvado únicamente por el interés, sin tener en cuenta las aspiraciones provenientes de nuestros valores apagará siempre el crecimiento del ser humano en todas sus facetas.
Lo ideal es que ambas ópticas se fusionen armónicamente; que el ideal máximo de felicidad florezca cuando la ambición razonable surja y esté en función siempre de nuestras aspiraciones, sin pasar por alto la dignidad de los demás individuos. Por ende, el logro de esta fusión cuantificada y cualitativa de la realidad humana debe volver a ser amplificada en la academia a fin de que las próximas generaciones conduzcan mejor los cambios sociales venideros.
Es decir, volver la mirada a la enseñanza del ethos mediante dialéctica moderna y ecléctica, sin apegos, sin fanatismos ni hermetismos.