El sol lo cubría todo en ese día azulado. El arrozal se movía en tímidas olas como si fuera un mar verde. El viento soplaba intermitente, en ráfagas, incapaz de atenuar el calor que a esa hora del día era sofocante. En medio de la planicie un único árbol, resguardados bajo su sombra se veían las figuras de Alfredo Briceño y su hijo; esperaba a que la juez Jackeline Tarazona Navas los desalojara definitivamente de aquellas tierras que habían comprado a mediados del 2006.
Por esa época los Briceño vivían de un trapiche que tenían y andaban con ganas de diversificar sus cultivos sembrando arroz. Un viejo amigo, Humberto Roa, les dijo que los Palencia estaban vendiendo 11 hectáreas en la vereda Rampachala. “A precio de oportunidad”, les recomendaron. Durante la arremetida paramilitar que vivió el Norte de Santander entre los años 1999 y 2003, muchas familias tuvieron que salir corriendo del lugar temiendo por sus vidas. A la familia Palencia las AUC los habían invitado más de una vez a que asistieran a las reuniones que se efectuaban en el centro de la vereda, pero ellos eran gente del campo y poco o nada les interesaba la política. Por eso prefirieron empacar lo poco que tenían. Les tocó correr: “irnos de arrimados a donde unos familiares en Cúcuta”, recuerdan. Era el año 2000.
Seis años después decidieron volver a ocupar las tierras que todavía eran de ellos. La maleza corroía el lugar. Pero ellos no le tenían miedo al trabajo sino a las amenazas. Las Bacrim rondaban la zona y no olvidaban a los que en su momento les dieron la espalda. Campesinos como los Palencia no los habían respaldado en su momento, por lo tanto no tenían derecho a estar en la zona.
Entonces, Humberto Roa les dijo que era una oportunidad única para vender. Los Palencia no sólo estaban afanados por salir de su propiedad sino que estaban asustados. Las 11 hectáreas estaban avaluadas en 203 millones de pesos. Ellos estaban dispuestos a vender por 80 millones. Los Briceño tenían la sartén por el mango y pudieron bajar la cifra a 72 millones. Pagarían 20 millones de cuota inicial y después a puchitos saldarían la deuda. Daniel Augusto Palencia no tuvo otra opción que aceptar. Era mejor vender a ese precio que esperar a que las Bacrim negociaran con su mujer, ya convertida en una joven viuda.
El sol justiciero de las 11 de la mañana en el arrozal hace que la piel blanca de Alfredo Briceño amenace con derretirse. Está pálido y por su voz quebradiza y tenue se puede percibir el miedo que siente. La juez le acaba de notificar que la tutela que había interpuesto había sido rechazada. La última esperanza legal que tenía para no perder sus tierras se había disipado. Le dio la espalda a la juez, se quitó las gafas que tenía y se secó una lágrima que yo nunca vi. Resignado asintió cuando la Doctora Tarazona Navas le dijo que procederían a detallar las once hectáreas.
“Es injusto que el estado colombiano nos quite las tierras. Esta parcela la compré en el 2006 cuando ya no habían grupos de Autodefensa por acá, además, el INCODER autorizó la venta en el 2007. Yo no obligué a nadie a que me vendiera estas hectáreas”, dice con fuerza.
Como cicatrices se parten en la tierra unos surcos donde el agua alimenta los cultivos de arroz. Como una olla a presión el calor hace que el agua empozada se evapore. Caminar a esa hora por el arrozal no es una experiencia muy agradable. La comitiva integrada por dos policías, tres miembros de la Unidad de Restitución de Tierras, el Personero del Zulia, la Juez y un puñado de periodistas jadea y se extiende por el terreno con la parsimonia que puede reptar una serpiente vieja y obesa. Alfredo no nos acompañó. Siguió parado en el árbol, recibiendo la única sombra que puede haber en esas once hectáreas, al lado de su hijo, preocupado por lo que va a pasar con la cosecha de arroz que se terminará de gestar en un par de semanas. Espera al menos no perderla. La cosecha puede valer unos 40 millones de pesos. Alfredo está convencido de que la ley lo ha maltratado. “Yo no obtuve esta tierra usando la fuerza, ni me alié con grupos al margen de la ley para amedrentar a nadie. Yo aproveché una oportunidad”, murmura Alfredo mientras que con los dientes empieza a comerse un limonsón.
José Ramón Escalante, personero del Zulia también está incomodo con la situación: “Me parece un fallo injusto, uno es de acá del Zulia y conocemos a los Briceño y lo injusto es que no se le admitió la fe exenta de culpa al poseedor y por este lado vamos como Ministerio Público para proteger los frutos que hay en el predio y lo otro buscar las compensaciones de dinero. Esta situación es muy complicada, nosotros nos ponemos en los zapatos de la familia que acaba de ser desalojada”, afirma el funcionario público.
Escalante es un hombre jovial, dicharachero y con muy poca memoria ya que según él “Acá las Autodefensas nunca entraron con fuerza. Los que no tenían nada que temer ya que no tenían nada que ver con la guerrilla se quedaron y no les paso nada. El que nada debe nada teme… ¿Cierto?”, dice mientras sonríe con gracia y se queda mirando las estilizadas figuras blancas que se dejan ver entre las olas que el viento despierta en el arrozal . Las garzas son inmunes al sol a pesar de su plumaje blanco. Una vuela cerca de nosotros, uno de los policías la apunta con su dedo y suelta un disparo oral “Pushh”. El ave no cae.
Briceño conoce su terreno como nadie. Sin mover demasiado su inmenso cuerpo ha llegado a donde estamos usando tal vez un atajo. Me toca el hombro pidiéndome que me retrase. En su rostro enrojecido se reflejaba la rabia: “Mi papá tiene más de 40 años de ser arrocero. La guerrilla en su momento nos desplazó y nosotros nos fuimos. Nadie nos reconoció nada. Nosotros nos quedamos callados, que más, habíamos perdido. Nosotros tenemos más de 15 años acá, no entiendo qué problema pudieron tener los Palencia para irse. No es culpa mía que ellos tengan sus problemas. Yo necesito una compensación, las mejoras deben tener una compensación”, repone Alfredo, jadeando al hablar. Le cuesta mucho trabajo desplazarse por los espesos cultivos que el mismo había sembrado. Se detiene al lado de una sombra que encontró. Se queda mirando mientras nos alejamos.
Las 11 hectáreas se recorrieron en un par de horas. Teníamos la boca reseca y unas ganas delirantes de una gaseosa fría. Alfredo había abandonado la sombra para llegar hasta donde estábamos, nos dio la mano, ya no tenía su mueca de tristeza, el sudor le empapaba la camiseta y todavía resoplaba. A esa hora solo las tortugas pueden soportar la resolana infernal. No estaba resignado, al contrario, para él empezaba una batalla. Una batalla que ya perdió.