Es época de pugilato.
Tanto los detractores como los defensores del proceso de paz presienten (presentimos) la inminencia del plebiscito aprobatorio de los acuerdos y comienzan (comenzamos) a afilar las posturas.
En ambos extremos de la discusión conviven los planteamientos sesudos con los disparatados. Bastaría mencionar como ejemplo de las posiciones maduras y elaboradas, las de los periodistas Salud Hernández y León Valencia, con puntos de vista por completo antagónicos, pero que, nos gusten o no sus estilos, provienen de un evidente ejercicio de análisis.
En el otro extremo, el de las posturas irracionales, (aquí cabrían las de la opinóloga Alejandra Azcárate, pero las descarto porque la insuficiencia neuronal de la humorista ha sido ya probada con suficiente lujo de detalles como para darle a sus burdas peroratas la categoría de opiniones) habría que situar al expresidente Uribe y al presidente Santos. El primero con ese rencor biliar, consustancial a su perfil de mayordomo omnipotente, que le impide siquiera considerar una postura que no sea la suya, y el segundo con su insultante costumbre de subestimar el intelecto de los colombianos vendiéndonos como la panacea universal un proceso de paz imperfectísimo.
Me resisto a tomar en serio tanto a los que nos venden el infierno castrochavista como a los que auguran poco menos que el paraíso mormón.
Me resisto a tomar en serio
tanto a los que nos venden el infierno castrochavista
como a los que auguran poco menos que el paraíso mormón.
Quiero creer que existe un punto de equilibrio entre la crítica y la defensa, del que puedan surgir o una aprobación crítica de los acuerdos o una negación de los mismos originada en una conciencia responsable. Y esa ponderación media, creo, solo será posible cuando cada uno de nosotros analice de forma juiciosa la postura de sus antagonistas, no con la intención de fustigarla o de decapitarla sino, por el contrario, de cuestionar el punto de vista propio bajo las luces que esa posturas arrojen. Y luego de eso, claro, que cada cual presente y defienda la visión que se le antoje como justa.
La mía sigue siendo (cada vez con más solidez) la de defender el acuerdo y propender por el SI en el plebiscito. Y mi razón esencial (hay muchas otras) es la siguiente.
En la medida en que muchas de las objeciones que se habían presentado por la oposición durante las diferentes etapas del diálogo han sido resueltas, cada vez y con mayor agudeza, la crítica al proceso se centra en recalcar el carácter criminal de las Farc y en afirmar que con criminales no se negocia sino que se les somete (verbigracia las consignas de manicura de la mencionada politóloga Azcárate).
El argumento no me cala por dos razones. En primer lugar, quien así opina presupone la existencia de un bando criminal y de uno virtuoso, lo que para nada define la realidad histórica de Colombia.
¿Que las Farc son una organización criminal? ¡Afirmar eso es descubrir el agua tibia! ¡Por supuesto que lo son! Si bien su origen fue político, derivó en un grupo delincuencial bárbaro. Pero la honestidad intelectual que te hace afirmar eso, te exige también reconocer el indudable papel criminal que han desempeñado el Estado y la clase política colombiana en el origen y en la perpetuación del conflicto. Cualquier intento de matizar ambas afirmaciones, constituye un sesgo imperdonable.
En segundo lugar, propender por el sometimiento de las Farc es no haber leído un libro de historia o un periódico en los últimos 50 años. Los diálogos de La Habana son la más clara muestra de que la guerrilla ha aceptado su imposibilidad de llegar al gobierno por las armas (mérito en gran parte de la férrea política del expresidente Uribe) y de que el Estado ha reconocido su incapacidad histórica para exterminar a las Farc (exterminio esquivo aún para el marcial expresidente).
Veo (no intuyo, veo) dos realidades: un conflicto que agotó la vía del combate ante la evidente incapacidad de ambas partes de someter a su contrario y una guerra entre dos bandos por igual culpables, en la que a ninguno le cabe la supremacía moral para levantar el dedo acusador sobre el otro.
Ante un escenario de perpetuación del conflicto que traería más muertos (de las clases pobres, claro), más desigualdad (para las clases pobres, claro) y más miseria (para las clases pobres, cómo no), encuentro este acuerdo entre un gobierno aristocrático, retórico e insípido y una guerrilla anacrónica y repulsiva, y no puedo menos que concluir que elijo con plena conciencia una paz imperfecta antes que una perfectísima guerra.