La La Land es un milagro. Aún no puedo entender como un musical haya sido visto por 400.000 personas en un país en donde nadie sabe quién es Gene Kelly. La potente historia de amor, la identificación que tienen las chicas con Emma Stone, la deslumbrante ternura de City stars, su canción principal y, por supuesto, una agresiva campaña publicitaria, han sido razones suficientes para que una película, cuyo personaje principal es un pianista de jazz, haya sido tendencia nacional en Twitter.
En un mundo en dominado por la dictadura de la subjetividad es casi suicida tirarse al aire con una verdad absoluta. Pero estoy convencido de que una persona que publique que La la land es un bodrio sobredimensionado que enfatiza todos los clichés del cine de Hollywood no sólo es un mamerto; también es un idiota. Los dos grandes aportes de los Estados Unidos a la mitología occidental son el western y los musicales. Es el único género cinematográfico que está hecho para hacernos felices. Algunos pretenciosos creen que el cine debe ser un tratado espitemológico con mensaje social encumbrado tipo La China de Jean Luc Godard. No quieren reconocer que un divertimento barato como alguna vez fue considerado Some like it hot, con Marilyn Monroe mostrando las tetas como una vaca en celo, ha envejecido menos que un ladrillo Trama-bobos tipo Zabriskie point.
Desde su sabiduría facebookiana el Anti-La La Land va rumiando los cochambrosos argumentos de siempre: que si la nominaron 14 veces es una mierda igual a Titanic, que los protagonistas son dos blancos bonitos, que es mucho mejor Manchester by the sea porque aburre más y es una hora más larga, una cosa seria y rocosa como ellos creen que debe ser el arte. Después de demostrarnos su profuso conocimiento “Del Séptimo Arte” como recalca pipa en mano cualquier aspirante a Fabián Sanabria, recurren a su machismo. Claro, un hombre no puede llorar en el cine porque un hombre de verdad es un semental insaciable que no cree en el amor. El amor no es más que un invento gringo para vender sus películas, dicen los farsantes con sus camiseticas desteñidas de Chávez. Además, a falta de libros leídos, nada mejor para parecer interesante que posar de cínico y descreído en redes sociales. Acostumbrados toda la vida a chocarse contra el justificado desprecio de sus superiores, el mediocre reacciona atacando con su escepticismo inventado: No creo en Uribe, ni en Santos, en Nairo o en James, en Gabino o en Timo, no creo en Jean Paul Sarte, no creo en Brian Weiis, rebuznan como cualquier Shakira adolescente.
Y ellos no serían lo que son, por supuesto, si no hubieran otros que les creyeran. Por eso repiten sin haberla visto todos los cliches, las frases de cajón, el mismo sonsonete para descalificarla. Allá ellos, dan pesar. Dan pesar porque se están perdiendo la posibilidad de ver en estreno un clásico inmediato. La la land no sólo lo reconcilia a uno con el cine – en una era en donde la televisión lo desbancó hace rato- sino también con la vida. Dejé de tenerle envidia por un momento a Guillermo Cabrera Infante que me habla desde la otra vida de unos tiempos en donde uno veía en rotativo cuatro películas de Busby Berkeley. Si hay algo peor que ser ignorante es intentar pasar por inteligente siendo un bruto consumado. Ey, tú! Esa actitud no te hace bien, esa actitud te encerrará para siempre en el pozo infecto de la mediocridad facebookiana.