Era un muchacho muy joven y de labios prominentes que vendía paletas frente a una universidad. Un día un joven flaco y orejón con el rostro picado de viruela le compró un helado. Se miraron un momento a los ojos y se reconocieron. Habían sido vecinos en Richmond cuando eran niños y sus familias compartieron la angustia que generaban las bombas nazis cayendo sobre Londres. Pero hacía por lo menos diez años que no se veían y ahora el destino los volvía a unir. El que compró el helado llevaba debajo del brazo un disco de Muddy Waters y el vendedor le elogió su buen gusto para la música.
—Yo tengo un montón de discos de blues, vamos a casa a escucharlos.
Y Mick fue y allí estaba el que era líder y creador de esa bandita de inadaptados, un joven rubio, de baja estatura y fuerte como un torito. Se llamaba Brian Jones y quería que sus Rolling Stones mantuvieran para siempre la pureza del sonido del Misisipi. Pero no sabía que con el arribo del muchacho de los labios protuberantes sus horas como líder de los Stones estaban contadas.
Entonces se juntaron y comenzaron a llenar escenarios y a enloquecer chicas. Los teatros literalmente se caían cuando Jagger movía el culo y el Boogie-woogie que emanaba desde el piano Ian Stewart era una inyección de adrenalina para aquellos que habían sido alguna vez súbditos de la reina y que ahora caían rendidos ante el poder de los Stones.
Pero si ellos se limitaban a hacer covers de sus cantantes de blues preferidos estaban perdidos. Una tarde el joven promotor Andrew Loog Oldham encerró a Jagger y a Richards en una cocina de un hotel. Brian Jones estaba camino a convertirse en un drogata indeseable que lo único que quería era escurrirse en un rincón para sumergirse en las aguas turbulentas del ácido lisérgico y ya no le importaba nada, ni siquiera ser el líder del que sería con los años el grupo de rock más grande del planeta. Así que Oldham agarra a los Glimmer Twins y les dice: “Si no componen están jodidos” y los dejó allí, encerrados en esa cochambrosa cocina mientras les mostraba la llave desde la ventana y por señas les hacía entender que volverían a salir solo después de haber compuesto una canción.
Así que están guitarrista y cantante mirándose las manos, hay una botella de bourbon cerca y se la toman, luego con un par de canutos se las arreglan para ser felices, se relajan, y Richards comienza a rasgar su guitarra. Toman una vieja canción y le van a agregando frases y notas, juguetones y alegres como si fueran dos niños divirtiéndose con un Lego. Cinco horas después Oldham abría la puerta de la cocina ignorando que había hecho historia: As tears go by era el primer hijo que había dado el matrimonio Jagger- Richards.
Empezó entonces el mito. Su música cruzó fronteras y con habilidad comercial fueron mostrados como el lado oscuro de los Beatles. Le supieron sacar provecho a su aspecto cadavérico y desaliñado. “¿Dejaría usted salir a su hija con un Rolling Stone?”, se preguntaban los locutores de radio de la época desatando aún más la histeria de las jovencitas inglesas. Fueron a Estados Unidos y Dean Martin los ridiculizó en cadena nacional, volvieron a Londres, hicieron orgías, probaron todas las drogas, echaron a Brian Jones, quien terminaría sus días hundido en una piscina como una piedra rodante, inmóvil y pesada en el fondo de un estanque. Hicieron en fila los cinco álbumes más importantes del rock, los encarcelaron y los echaron a patadas de Inglaterra.
En Colombia nada de esto se supo. Si no hubiera sido por Andrés Caicedo que dejó testimonio de su fanatismo por sus majestades satánicas en sus artículos de cine y en su única novela y que, secundado por su hermana Rosario, traía los discos desde Estados Unidos, los Rolling Stones no hubieran aparecido en la cultura popular del país. Incluso hoy en día muchos creen que las mejores canciones del grupo de Richmond son Angie y Satisfaction y no falta el viejito bienpensante que diga que prefiere a Los Beatles porque ellos si daban los conciertos de saco y corbata.
No existe un país en América Latina menos stoniano que este. Acá estábamos ocupados escuchando a Billie Pontoni, César Costa, Enrique Guzmán y demás esperpentos excretadores de reaccionarias baladitas rápidas que muchos catalogaron como rock en español. A los Stones no los escuchaban simple y llanamente porque no entendían la letra, como si la música no se justificara por sí misma. Incluso el domingo pasado cuando Alemania y Argentina disputaron en el Maracaná la final y apareció Jagger sentado en su palco como si fuera una especie de Emperador Embalsamado, ninguno de los locutores colombianos se sorprendieron al ver al Dios del Rock en el estadio; es más, ni lo habrán reconocido.
Las buenas costumbres hicieron imposible que el sonido crudo y salvaje de los Stones fuera difundido en las emisoras, empecinadas en lobotomizar a la juventud a punta de Julio Iglesias, Camilo Sexto y José Luis Perales. Por eso en los setenta no pasó nada en las montañas de Bogotá y Medellín, en Cali era otro cuento, estaba Buenaventura y su mar, el puerto que nos lleva a la apertura y al mundo. Y si no hubiera sido por los jóvenes Ospina, Mayolo, Caicedo, Campo y Romero… ¿Qué hubiera sido de esta republiqueta tan cercana al Sagrado Corazón de Jesús y tan lejana de los Rolling Stones?
En el 2016 ocurrió el milagro: llenaron el Campín. Yo estuve allí, en primera fila, soportando el granizo que cayó ese 10 de marzo. Fui testigo que la gente no se sabía las canciones, al menos los de mi localidad, la más cara de todas, y si la compraron fue por caretas, para montar las fotos al Facebook. ¡Viejos ridículos! Hoy por compromiso, después de la muerte de Charlie, más de un chanta ha puesto su fotico del baterista para parecer un poco cool. ¡Pechos Fríos! Dicen que les gustan los Beatles sólo para aparentar su ignorancia sobre el rock de los sesenta, el último gran movimiento cultural de la música. Nada llenará el inmenso hueco de su ignorancia.