Al mirar en la prensa la fotografía de Iván Márquez y el paisa Oscar Montero en Miravalles, acude a mi mente un episodio ocurrido diez años atrás, en las selvas del sur del país, en momentos en los que la guerra arreciaba con toda intensidad. El Mono Jojoy, siempre imprevisible, me envió con una compañía a la parte alta del río Guayabero, con el propósito de ocuparme de su educación política, mientras sus integrantes cumplían la misión asignada.
Confieso que sentí alivio al partir. Estábamos situados en las inmediaciones de un paraje llamado Repartos, bajo el duro clima invernal, en donde casi todas las noches aparecían los Arpías a descargar metralla en la margen izquierda del río. Me daba trabajo conciliar el sueño con las hélices y las ametralladoras tronando a corta distancia, más si como era inevitable, para entrar o salir de la zona, los aparatos sobrevolaban a ras el sitio donde pernoctábamos. Para los muchachos y muchachas que conformaban la tropa guerrillera aquello era algo corriente. Hacían chistes y reían divertidos con las ráfagas y cohetes despedidos por los helicópteros.
El Guayabero descendía con fuerza de la cordillera, en medio de barrancos que solían tornarse infranqueables, obligando a cruzar a la playa opuesta para poder ascender por su margen. Fueron por lo menos cuarenta cruces a uno y otro lado del río. Primero se lanzaban los nadadores más expertos a tender un lazo que se ataba a árboles en cada orilla. Entonces procedían a pasar los equipos y las armas. Y luego uno por uno, cada combatiente se aferraba con las dos manos a la cuerda y pasaba con dificultad. El torrente impedía sostener los pies en el suelo, así que se cruzaba en posición horizontal, luchando contra el chorro de agua que amenazaba arrastrarnos.
Esos cruces prolongaron la marcha por varios días, hasta que de pronto terminaron los barrancos. Acampamos en un lugar ideal, a la orilla de una pequeña quebrada que al tiempo que nos suministraba el agua para los alimentos, servía para tomar el baño y lavar las ropas sin que hubiera necesidad de asomarse a la playa del río. Aquellos parajes solían ser ruta cotidiana de la aviación militar. Dos años atrás, en Repartos, El Mono y sus compañías usaron un día el río para ello, lo cual permitió a la fuerza aérea ubicarlos y bombardearlos. Sufrieron tres muertos y varios heridos, que tuvieron que cargar en hamacas durante varios días en su obligado repliegue.
Tras unas semanas allí, un buen día se presentó Robles, comandante del Frente 55, con la misión de acompañarme de nuevo donde El Mono. Lo acompañaba una comisión pequeña de seis guerrilleros. Resultaba imposible tomar Guayabero abajo, pues varias brigadas móviles de Ejército se encontraban enfrascadas en una campaña por toda esa área, así que la ruta indicada implicaba dar la vuelta por El Pato. Con ingenuidad, me alegré por no tener que repetir aquellos difíciles cruces. Ignoraba que el cruce por la cordillera de Los Picachos era una prueba aún más dura.
A medida que ascendíamos por el Guayabero, este se iba tornando más pequeño. Había un punto que llamaban Tres ríos en el que convergían los tres afluentes que lo conformaban. Tomamos por el del centro que fue se nos fue presentando como una quebrada de aguas cristalinas y lecho arenoso recubierto por gravilla. A nuestra mano izquierda se fue elevando una pared vertical cubierta de montaña. Para nuestra sorpresa, Robles nos indicó que era por ahí que debíamos ascender.
Hacerlo nos implicaba usar las cuatro extremidades, lo cual resultaba difícil. El peso del equipo y el arma que sosteníamos en las manos imponían ocuparse al tiempo en otras cosas. Por fortuna aquello no duró más de quince minutos, la pared se inclinó ligeramente y pudimos seguir avanzando sosteniéndonos tan solo con las dos piernas. En todo caso siempre había que ayudarse aferrándose a las raíces o troncos delgados que se ponían al alcance de nuestras manos.
Un tramo más arriba la flora se fue transformando en rucio. Este no es otra cosa que la exacta representación de la maraña. Los árboles altos y gruesos desaparecen, reemplazados por arbustos y árboles enanos que se aferran a la roca mediante una red de raíces y bejucos esparcidos por el piso. Esta red puede alcanzar hasta un metro sobre el suelo, obligando a caminar por sobre ella con cuidado, pues en cualquier momento se rompe dejándolo a uno hundido hasta el pecho. La humedad del ambiente es tal que todo permanece mojado, las ramas, las hojas, los helechos y el musgo que se adhieren a las paredes rocosas. Se avanza por entre una niebla fría, rompiendo el camino con un machete en las manos. La temperatura es tan baja que uno no quiere detenerse ni a tomar un respiro, pues en un minuto el frío ya le ha calado los huesos.
El rucio cubre los últimos centenares de metros antes de alcanzar el páramo, es decir los tres mil metros de altitud. Siempre ha sido la prueba de fuego de los guerrilleros. Allí se requieren todas las reservas de energía y de valor. Por eso quedamos sorprendidos cuando tras varias horas de abrirnos paso, nos topamos con un pequeño campamento ubicado en un ligero plan, habitado por apenas cuatro guerrilleros del Frente 55. Ellos vivían allí, desempeñando misiones diversas. Esperaban nuestra llegada y nos ofrecieron café y comida caliente. Nos guiaron por un despeñadero abajo hasta donde nacía un chorro de agua en donde pudimos bañarnos y lavar las ropas bajo una temperatura de hielo.
También nos tenían preparados unos lechos de hojas donde podríamos pasar la noche.
Eran tres muchachos y una muchacha que me parecieron auténticos héroes. Se les notaba la alegría por recibirnos y ayudarnos. Imaginé cuánto debían sufrir para llevar las provisiones con que contaban, hasta ese lugar en donde permanecían largas temporadas en la soledad de la montaña. Eran lo que se llama en lenguaje militar una avanzada, para detectar cualquier movimiento enemigo sin dejarse sorprender por este.
Tras un día reponiendo fuerzas, ascendimos por fin a la cuchilla llamada el Cerro de la Placa. Efectivamente el Instituto Agustín Codazzi tenía una placa allí a manera de referencia. El rucio cruel fue reemplazado por la vegetación paramuna, mucho más vistosa y soportable. Anduvimos horas por aquella cima en pequeños ascensos y descensos hasta encontrar otro larguísimo filo que descendía con parsimonia hasta una distancia muy lejana. De allí nos indicaron que el paisaje que atisbábamos en la lejanía no era otro que la región de El Pato. Nuestros guías nos iban indicando los lugares donde se habían presentado recientemente combates con el Ejército. A nuestra mano derecha se encontraba el cañón por donde nacía el río Balsillas.
Nos hallábamos muy cercanos a los límites entre el Meta, el Caquetá y el Huila. Y nos aprestamos a tomar hacia el sur, rumbo al Caquetá. Muchas horas después hallamos un río que llamaban Pepo, de aguas cristalinas y sorprendente fuerza. Supimos que estábamos en una vereda llamada San Jorge, y que la quinta abandonada que ocupamos para pasar la noche no era otra que la hacienda Andalucía, décadas atrás propiedad del compositor Jorge Villamil, ahora perteneciente a Parques Nacionales. Él hizo El Barcino. Me dije que nunca debió conocer los riscos que superamos, de otro modo hubiera comprendido la imposibilidad de cruzar un toro del Pato al Guayabero.
Entre uno y otro descanso orientado por El Mono por la radio, avanzamos durante incontables días por aquellas montañas. El río Pato contaba con un puente colgante hermoso que nos evitó introducirnos al agua. Aquellos terrenos eran civilizados, contaban con potreros y bellos pastizales. Evitamos llegar a viviendas e incluso el encuentro con cualquier poblador de la zona. Después volvimos a penetrar la impresionante montaña que separa el Pato del río Coreguaje. Selva pura, de árboles inmensos, por la que se ascienden uno tras otro cerros casi interminables. Igual para superar la pequeña cordillera que separa este último del río La Tagua, el más grande de todos. Cuando se unen más abajo esos inmensos afluentes conforman el poderoso torrente del Caguán, que pasa por San Vicente, donde se ubica hoy Miravalles, y continúa raudo hacia la Amazonía.
Allí se comprende el genio de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas. Del Putumayo podría llegarse hasta El Pato por el Caguán y de aquí cruzar al Guayabero. Por los ríos Papamene y Duda ascender al páramo de Sumapaz y de este llegar a Bogotá en pocos días. El propio Guayabero, convertido en el Guaviare, permitiría trasladarse hasta las fronteras con Venezuela y Brasil. Del Pato también podía voltearse al Huila, a la cordillera Central, una intrincada red que guerrilleros podrían recorrer a pie, en motor o por vías terrestres dominando la geografía nacional. Las carreteras construidas por las FARC bajo la selva, o uniendo municipios como Macarena, Uribe, Mesetas, San Vicente del Caguán y Vistahermosa completaban la red vial necesaria para una ofensiva final sobre la capital. El plan estratégico de las FARC era realmente realizable.
Al fin una mañana ingresamos al campamento de El Mono. Para nuestra sorpresa lo hallamos seriamente enfermo. Un médico viejo amigo suyo, a quien llamaba el Diabético, le había enviado unas tabletas para tratar la neuropatía causada por la diabetes que padecía. Le habían sentado tan bien, que decidió doblar la dosis indicada. El efecto fue devastador para su salud, más todavía cuando intentó suspender la ingestión de las pastas. Algo así como un síndrome de abstinencia. La reacción lo mantenía en cama, con mareos permanentes, vértigo y otros graves síntomas. Su genio se había alterado enormemente. Laurita, la médica, lo sufría como ningún otro.
A su lado se encontraba el paisa Oscar, atendiendo los asuntos más urgentes e informándole las novedades cuando su salud le permitía escuchar. Dominado por la duda de si podría haber sido envenenado a propósito, El Mono consultó por radio a Iván Márquez acerca del medicamento ingerido. Días después, más repuesto, nos leyó en el aula a todos el mensaje de respuesta. La droga se llamaba Gabapentin y además de estas propiedades producía estos y otros efectos. Apenas nos alegrábamos por su recuperación, cuando se sobrevino un bombardeo y un desembarco enemigo en las inmediaciones del campamento en que nos hallábamos. Hubo que salir a marchar de nuevo. Hoy todo esto son recuerdos y nombres queridos envueltos en otras circunstancias.
Quién es Gabriel Ángel, él autor de las crónicas de las FARC POR DENTRO